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El plan secesionista y la corrupción acaban con la hegemonía de CDC

El paso al grupo mixto culmina cuatro años de declive electoral del partido

Miquel Noguer
Los dirigentes de la antigua Convergencia Neus Munté, Francesc Homs y Artur Mas, la semana pasada en Barcelona.
Los dirigentes de la antigua Convergencia Neus Munté, Francesc Homs y Artur Mas, la semana pasada en Barcelona.Albert Garcia.

A Artur Mas le encantaba presumir de liderazgo fotografiándose con el timón que adornó su despacho durante los cinco años que estuvo al frente de la Generalitat. La pieza náutica, que llevaba la inscripción “corazón caliente, puño firme, los pies en el suelo” trascendía el liderazgo del presidente. Para los suyos era la metáfora de la hegemonía que Convergència Democràtica -y Unió hasta tiempos muy recientes- mantuvieron sobre el nacionalismo catalán. Convergència hacía y deshacía a sus anchas y el resto de fuerzas nacionalistas no tenían otro remedio que sumarse al baile o quedar relegadas.

El timón desapareció del despacho del presidente el mismo día que Mas tuvo que abandonarlo el pasado mes de enero forzado, no por obra del Tribunal Constitucional ni por oscuras maniobras del Estado, sino por la exigencia de una formación tan genuinamente catalana y nítidamente independentista como la CUP.

La desaparición del timón fue la primera gran muestra de que Convergència no solo ya no controlaba el proceso soberanista, sino que tampoco podía presumir de hegemonía en la política Catalana. Cinco años de tensión independentista, los casos de corrupción y la crisis social y política que amenaza a todos los partidos del establishment han diezmado las fuerzas de Convergència, hoy reconvertida a Partit Demòcrata Català, hasta dejarla como una sombra de lo que llegó a ser. El paso de los convergentes al grupo mixto esta semana en el Congreso es la máxima expresión del declive convergente.

Los ocho diputados convergentes en el Congreso son exactamente la mitad de los que la antigua Convergència i Unió consiguió en 2011. Por aquellas fechas las aspiraciones convergentes se centraban en una mejora de la financiación autonómica, el llamado pacto fiscal. Artur Mas, que por entonces se estrenaba como presidente, rehuía la cuestión del referéndum independentista –“provocaría un problema dentro de Catalunya”, decía- y se contentaba con administrar “un grado de tensión controlada con el Estado”. Con este discurso, CiU consiguió sus mayores cuotas de poder al lograr no solo el Gobierno catalán, sino también la alcaldía de Barcelona.

El gran cambio llegó con la mayoría absoluta del PP, aquel mismo año. Con la crisis económica en sus niveles más altos y las políticas recentralizadoras de Mariano Rajoy, rápidamente se vio que no había espacio para las reclamaciones convergentes. Además, las bases nacionalistas se estaban organizando fuera del Parlament, a través de la Asamblea Nacional Catalana, la asociación que poco después, en 2012 hizo su primera gran demostración de fuerza llenando Barcelona con la manifestación de la Diada. El éxito de convocatoria fue tal que Convergència, con Mas en la cabeza, optó por sumarse a la oleada por miedo a que la acabara capitalizando Esquerra Republicana. En este momento se consuma la transformación de Convergència en un partido independentista. Es también la primera vez que el partido que fundó Jordi Pujol dejó que otros le marcaran el camino a seguir en lo que se refiere a la cuestión territorial.

Los resultados electorales no han acompañado desde entonces a Convergència. Las elecciones autonómicas de 2012, que Mas convocó precisamente como respuesta a la gran manifestación independentista y a la negativa del Gobierno a negociar el pacto fiscal, fueron un revés para los convergentes. Pasaron de 62 a 50 diputados. Su partido rival y hoy socio, Esquerra Republicana, fue la gran beneficiaria, al pasar de 10 a 21 escaños. Las elecciones europeas de 2014 confirmaron el bajón de CiU, al verse superada por Esquerra Republicana por primera vez. Las municipales de 2015 lo confirmaron al perder CiU la alcaldía de Barcelona, esta vez en manos de Ada Colau, una activista que no abogaba por la independencia unilateral, sino por un referéndum.

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El último éxito de Artur Mas fue convencer hace un año a Esquerra Republicana para dejar atrás las rivalidades y presentarse juntos a las elecciones catalanas que él mismo convocó de forma anticipada para medir la fuerza del independentismo. ERC aceptó y el resultado, la coalición Junts pel Sí, ganó holgadamente (62 diputados) pero se vio obligada a pactar con la izquierda alternativa de la CUP, que exigió la cabeza de Artur Mas, a quien veía como la máxima expresión del neoliberalismo y de la inacción contra la corrupción.

El declive ha seguido el último año, agravado por la ruptura de la federación CiU. Unió ha desaparecido de los parlamentos y Convergència se las verá y se las deseará para hacerse oír en el Congreso.

El objetivo ahora es rehacer el partido de arriba abajo y borrar cualquier rastro del fundador, Jordi Pujol, caído en desgracia tras reconocer que había defraudado a Hacienda. El problema para el que fue el gran partido del centro derecha catalán es que su identidad ha quedado seriamente diluida. Los pactos con ERC primero, y la CUP después les han obligado a renunciar a buena parte de su discurso económico y social y a centrarse en la cuestión independentista. La irrupción de la CUP también ha ayudado a ERC a presentarse, por contraste, como una formación centrada, lo que Oriol Junqueras ha aprovechado para crearse un perfil presidencial.

El resultado es que la política catalana ya no baila al ritmo de Convergència, sino al la CUP y ERC. La esperanza de los convergentes con su mutación en Partit Demòcrata Català es recuperar voto joven y urbano, el mismo que les ha huido a raudales los últimos cuatro años. Carles Puigdemont parece conectar mejor que Artur Mas con estos sectores y lo aprovecha para hacer guiños a potenciales votantes de Esquerra Republicana o de la CUP.

Sin embargo, los anticapitalistas siguen teniendo la sartén por el mango, lo saben y por esto siguen intentando imponer su propia agenda política, que ahora pasa, no tanto por la independencia unilateral, como por un referéndum. De la gestión de esta demanda dependerá en buena medida que Carles Puigdemont supere la cuestión de confianza a la que se someterá el 28 de septiembre. Los antiguos convergentes reconocen su situación de debilidad y ya no exhiben ningún timón, pero insisten en que la CUP tampoco puede forzar más las cosas si no quiere romperse. La coordinadora general del Partit Demòcrata, Marta Pascal, resumió así la situación de ambos esta semana: “Ni ellos ni nosotros estamos en posición de exigir nada”.

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Sobre la firma

Miquel Noguer
Es director de la edición Cataluña de EL PAÍS, donde ha desarrollado la mayor parte de su carrera profesional. Licenciado en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona, ha trabajado en la redacción de Barcelona en Sociedad y Política, posición desde la que ha cubierto buena parte de los acontecimientos del proceso soberanista.

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