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Juicio Gürtel
Crónica
Texto informativo con interpretación

No saber y no ganar

La colocación de Rajoy, no ante la ley, sino en un aparte, fue decisiva para que desdramatizara el momento y tomara la sala por un estudio de la tele

Mariano Rajoy, declara en una esquina de la sala, junto al tribunal del juicio Gürtel.Foto: atlas
Íñigo Domínguez

Mariano Rajoy ha aparecido esta mañana en la sala del juicio Gürtel como uno de esos personajes joviales y atolondrados de Woodehouse que entran en el primer acto, se quedan mirando a todo el mundo y dicen: “¿A alguien le apetece una partidita de tenis?”. Decir que apareció no es una forma de hablar, es que nadie le vio llegar al edificio —entró por el garaje— y se personificó en una transmisión en directo. Le sentaron de cara a la sala, no al tribunal, entre unos y otros, de modo que, efectivamente, pasó la mañana mirando a izquierda y derecha, como en un partido de tenis. Esto le dio un aire de cierto despiste que le distrajo y le vino muy bien, porque el resto de acusados y testigos tienen delante al tribunal como si fuera el juicio final, se ven rodeados. Inmersos en un asunto grave, en un lío de narices. Pero Rajoy casi llegaba a pasar en algunos momentos por uno más. Hoy, cuando había bronca, el testigo podía llegar casi a pensar que se olvidaban de él, como una lámpara colocada en una esquina. O un florero, que nunca se enteró de nada. Pero lo que allí estaba colocado era el presidente del Gobierno, que seguramente de adorno se sentiría razonablemente bien, como suele decir, en la política como en la vida. Es decir, la escenografía preparada cumplió su cometido: no estuvo ante la ley como los demás ciudadanos, él estaba en un aparte.

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Rajoy, de todos modos, no iba a eso, a esconderse, porque se notó enseguida que quería despejar cualquier ambigüedad. Semánticamente, fue el rey de los adverbios contundentes: me acuerdo perfectamente, es absolutamente falso, nunca, jamás. Nada de no me consta y no me acuerdo, frases prohibidas para no perder puntos. Era un juego que se disputaba principalmente para la galería, y lo cierto es que, sin desdeñar al resto de España, al fondo de la sala había un público que resultó bastante participativo. Lo componían solo 16 personas, colocadas detrás de los 30 periodistas, pero llegaron y se fueron en grupo, casi como si se conocieran o vinieran del mismo casting, y uno hasta preguntó al final si por favor podía saludar al presidente. A armar lío precisamente no iban. Rajoy empezó serio y rígido, y hubo pronto altercados con el abogado de la acusación particular de ADADE, Mariano Benítez de Lugo, pero enseguida probó a soltar una bromita y funcionó: se oyeron carcajadas. Se le iluminó la cara. Era como si le hubieran puesto risas enlatadas. A partir de entonces siempre buscaba esa aprobación, como si fuera un programa de la tele. De hecho a veces pudo llegar a equivocarse y creer que estaba invitado en un estudio.

Todo fue obra de esa colocación estratégica y privilegiada, contra la que protestó el abogado de ADADE, que quería evitar también la foto habitual de los declarantes, con los acusados detrás. Ayer al final solo fue uno, Guillermo Ortega, exalcalde de Majadahonda, pero nunca se sabe. La imagen del presidente le retrataba en un encuadre neutro de maderas nobles, podía estar examinándose de una oposición. O en Saber y ganar. Y lo cierto es que a menudo se lo tomó así, recitaba de memoria y al acabar su respuesta, sonreía satisfecho, tamborileando con los dedos en la mesa, porque esa se la había sabido. En la visión que tenía España, y en las fotos, faltaban y faltarán su ceño fruncido cuando escuchaba, sus caras divertidas ajenas al escándalo y sus titubeos ante preguntas peligrosas: el montaje no le mostraba cuando intervenían otros.

El abogado de ADADE, ligeramente consciente de su protagonismo histórico, interrogaba con un gesto clásico, las dos manos agarrándose la toga, como Gregory Peck de Atticus Finch en Matar a un ruiseñor. Pero Rajoy enseguida le perdió el miedo y hasta le soltó alguna ironía irreverente: “No sé si se ha confundido de testigo”. O: “No parece un razonamiento muy brillante”. Se relajó tanto y sonreía tan a destiempo que su tono en ocasiones sonó equivocado, llegó a chirriar con la gravedad de lo que estaba ocurriendo, un presidente del Gobierno español que se sentaba por primera vez ante un tribunal. Como si realmente quisiera convencer a los demás de que no sabía por qué estaba allí, siendo una ficción que ya dura demasiado, ocho años.

No convenció a nadie de nada, y a estas alturas probablemente ni lo pretenda, pero la verdad es que nunca le pillaron. Hasta se ventiló el delicado detalle del encuentro de despido con Bárcenas, cuando le dejaron coche, despacho y 719.000 euros sin trabajar, como una cosa menor que se habló “en la última parte de la reunión, en 30 segundos”. O sea, ya cuando se iban, una tontería camino del ascensor. “Bueno, nos pareció razonable”, dijo. Pero al final llegó uno de esos momentos suyos en los que se lía, para engrosar su top ten personal de YouTube, y le sale una frase absurda. No fue casualidad que ocurriera cuando le preguntaron por sus SMS con Luis Bárcenas, concretamente por qué quería decir cuando le escribió: “Luis, nada es fácil, pero hacemos lo que podemos”. “No tiene ningún significado ninguno”, respondió a la primera, despertando ya su talento innato para el retruécano. Y cuando le apretaron ya se le fue la pinza: “Significa lo que exactamente significa lo que significa hacemos lo que podemos”.

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Rajoy pegaba la lengua al paladar, su tic más delator de nervios. Sabía que la estaba fastidiando y luego en las teles le sacarían solo eso. El silencio en la sala era total, solo se oía el tableteo veloz de los teclados de los periodistas. Pero enseguida llegó otra discusión de tribunal y las partes que le salvó del trance. Y justo entonces terminó el turno de los letrados de la acusación.

La fiscal apenas duró cinco minutos y el líder del PP supo que aquello estaba hecho. A partir de entonces si le preguntaban alguna cosa que consideraba respondida abría los brazos con desmayo. Los interrogatorios ya bajaban a niveles de detalles que ni se molestaba en disimular que le parecían una chorrada. Lo último que le preguntaron era que si conocía a un señor que era nada menos que el segundo del ayuntamiento de Pozuelo de Alarcón. Cuando se cumplían casi dos horas le dieron permiso para irse, se abrochó la chaqueta y se fue. Solo le queda por delante alguna reunión peñazo y algún acto institucional, y luego a leer el Marca en la playa en Sanxenxo. Al final hasta se lo pasó bien. Ni siquiera tuvo que ser fuerte.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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