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Chico guapo, chico sucio

Maluma, el nuevo ídolo del pop latino, se concede un baño de masas en su estreno absoluto ante el público español

Actuación de Maluma el jueves 6 de octubre en el Barclaycard Center de Madrid.
Actuación de Maluma el jueves 6 de octubre en el Barclaycard Center de Madrid.JAIME MASSIEU

Pocos artistas debutan en España pulverizando las entradas en el Barclaycard Center. Y aún en menos casos resulta como el pasado jueves 6 de octubre tan evidente que el formato de ring, para 5.000 espectadores, se quedará tan manifiestamente escueto de cara a sucesivas ocasiones. Maluma es una criatura de apenas 22 añitos, pero todos los indicios apuntan en la misma dirección: el pop comercial latino ha entronizado a una nueva estrella. Ricky Martin y su paisano Juanes le doblan en edad, argumento suficiente para inferir que ha llegado el momento no del relevo, pero sí de la alternancia. Y Juan Luis Londoño, este rotundo mocetón de Medellín (Colombia), reúne todos los requisitos para postularse como depositario de esa herencia.

Las crónicas sirven para testimoniar aquellos momentos que el tiempo convertirá en relevantes. Si este colombiano se consolida como ídolo de masas, mayormente femeninas, convendrá recordar que su estreno español ya bordeó la apoteosis. A las 21.40, cuando el escenario se ilumina y los cañones de primera fila empiezan a escupir las primeras llamaradas, el fervor es propio de una nueva religión pagana. Y en el momento en que Maluma emerge, precedido por seis bailarines (cuatro chicas y dos chicos, que ya va tocando trastocar las mayorías), se desata la locura y el consumo de datos. Hay tantas pantallas iluminadas en la pista, ya sea en modo fotográfico o videográfico, como en un photocall de Hillary Clinton. O más. Porque con Maluma siempre hay que tener presente el adverbio de cantidad.

Juan Luis se esmera desde el primer momento por sortear el estigma del reggaetón. Su estética es callejera, pero respetuosa. Es un seductor, un devorador y, ante todo, nos insiste, un romántico. Una adaptación de Justin Timberlake al formato del tiarrón latino: alto, morenazo, con el índice de masa muscular en estándares olímpicos y tantos tatuajes en el brazo izquierdo que no le cabría un triste garabato más. Maluma ejerce de sentimental, pero luce camiseta sin mangas y se le escapan generosas miradas matadoras de soslayo. Y las muchachuelas suspiran a nuestro lado: "¡Muero!". Literal.

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El resto es efectismo o, más bien, efectividad. Nuestro nuevo seductor exprime las posibilidades del pop urbano más contagioso (sobre todo a partir de La curiosidad, cuando su voz se vuelve más nítida), entabla rivalidades ficticias con su jovencísima banda y sale victorioso, evidentemente, de todas las batallas. Es un ganador precoz, el tipo de artista carismático capaz de abandonar una prometedora carrera futbolística por amor a los escenarios y de apadrinar, a su edad bisoña, una línea de ropa con su nombre. Da las gracias a Dios, al público y a su gente, intachable en el ámbito de la cortesía. Y saca pecho cuando el DJ, zumbón, le advierte de que el rap no es lo suyo: la respuesta es una perorata a la velocidad del rayo. 

Queda por comprobar ahora si este flechazo a primera vista con el público se afianza a lo largo del tiempo. Por lo pronto, Maluma se reserva un paréntesis acústico para reivindicarse también como baladista de corte clásico, demostrar su pericia rasgueando la guitarra y, en el momento más pícaro de la noche, invitar a una espectadora a que le acompañe en el escenario mientras él le canta 'Tengo un amor' a dos milímetros escasos de su boca, que diría el otro. Ya se verá, insistimos, pero a día de ayer el colombiano hace bueno el título de su último disco: Pretty boy, Dirty boy. Un guaperas, un conquistador, un zalamero, un casquivano. Por eso, sus jaleos para animar el cotarro, ese "¡Arriba, arriba!" permanente, se convierten en metáfora de su propio ascenso. Tan incontestable, por el momento, como la intensidad de los suspiros que conlleva.

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