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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Montcada, más allá de las vías

Tiene lo que tiene cualquier otro municipio del entorno barcelonés castigado por la crisis, incluida la marginalidad, pero hasta ahora no se había intentado convertir la identidad en patrimonio

Al pasar por el centro de Montcada los trenes pitan. No todos: los que no paran pasan disparados, haciendo un remolino de aire, como esas bestias agazapadas que de golpe te saltan encima sin que las veas venir. Ha habido tantos atropellos que hay una escultura de denuncia, una placa de acero en la que se van haciendo agujeros a cada muerte, para que cada una de las víctimas tenga su ausencia representada por ese circulito de aire en la plancha. Hay flores. Siempre hay flores porque el último atropello siempre es reciente. Por esta estación central de Montcada pasa un tren cada pocos minutos y los vecinos saben que hay que olvidarse de la barrera y pasar, cruzando al mismo tiempo los dedos y las vías. El proyecto de soterramiento fue una promesa de hace años, la carpeta la puso sobre la mesa el Ministerio en 2007 y la volvió a guardar en 2007. Ahora los alcaldes —sobre todo las alcaldesas— del entorno se han aliado para presionar.

Ir a Montcada en tren significa pasar por el desierto de hormigón de la Sagrera. Ahora sabemos que el pragmatismo de Xavier Trias tenía muchas facetas: insistía en que se estaba trabajando en esa obra para tener contentos a los vecinos. Mentira podrida: hace dos años que los trabajos están parados porque se descubrió un chanchullo (del que poco más se ha sabido). Los caminos del Ministerio son inescrutables pero siempre están cerrados a las inversiones. Laura Campos es alcaldesa de Montcada i Reixac y me recibe en el Ayuntamiento nuevo, un edificio sobrio situado en la calle Colom, justo la primera después de la vía, una calle residencial y tranquila. Es joven y sonríe mucho. Después me dirá que los vecinos le señalan este gesto: usted siempre sonríe, le dicen, y ella está contenta porque la proximidad y la simpatía hacen mucho para construir su objetivo: que la gente de Montcada esté orgullosa de vivir en Montcada.

Es curioso pero este proceso ya se ha vivido en otros municipios metropolitanos, que inventaron un logo y aceptaron que los jóvenes inventaran un mote —L'Hospi, Santako—-quitando sílabas pero dándoles una identidad indeleble. Todo esto que se perdería si prospera la disparatada idea de un único alcalde metropolitano: a ver si las vías de Montcada van a tener que gestionarse desde la plaza de Sant Jaume. Laura Campos frunce el entrecejo: es un despropósito, dice. Ella quiere tener su lucha al pie de sus vías. Que para eso se ha ido a Madrid a hablar con la ministra en funciones, que sí, que sí, que haremos un convenio. No se ha hecho nada. Ni siquiera se han adecentado las vallas que separan las vías de la gente, que están rotas y sucias.

La alcaldesa está contenta con el pool de alcaldes protestones. Cree que Montcada ha sufrido la externalización de las infraestructuras de Barcelona —cinco estaciones, carretera y autopista, además de la depuradora principal de la zona— y que ahora “toca un cierto retorno por parte de la capital”, pero no sé ver qué le puede dar Barcelona. Le pregunto por el futuro de Montcada, ya que insiste que “tiene muchas posibilidades”. Y me habla de una combinación de industria —una docena de polígonos, se dice pronto— y de naturaleza, es decir, turismo. Turismo de cabotaje: finalmente se podrá bajar a la orilla regenerada del Besòs (Montcada era el único municipio que miraba el río desde arriba) y está Collserola. Se han señalizado las casas modernistas donde los burgueses, burgueses de tiro corto, pasaban las vacaciones. Está la Casa del Agua, que es una maravilla, justo donde aflora la mina que nutría las fuentes de Barcelona. Y tienen un poblado ibérico que se empieza a excavar. Y la cementera, claro, pero eso no vende.

Tienen lo que tiene cualquier municipio del entorno barcelonés, con todos los problemas de los municipios castigados por la crisis, incluida la marginalidad, pero hasta ahora no habían intentado convertir la identidad en patrimonio. Laura Campos, que es de ICV, habla de sus antecesores socialistas con acritud. “Nos dejaron un Ayuntamiento hipotecado, con 24 millones pendientes de expropiaciones mal hechas, y con una planificación deficiente. Era una ciudad desestimulada”, dice. Una ciudad que no miraba más allá de las vías. “Tenemos una situación estratégica. Hay que repensarlo todo, con ambición, con participación y con responsabilidad”, dice. De esa materia se hace el orgullo local, es decir, los sueños; es decir, el futuro.

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