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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El puente, el río, la vida

Ecos de la la terrible historia de la construcción de la línea férrea Bangkok-Rangún por los prisioneros de los japoneses en la II Guerra Mundial

Jacinto Antón
El teniente coronel Nicholson (Alec Guinness) y el coronel Saito (Sessue Hayakawa) en el clímax de 'El puente sobre el río Kwai', de David Lean.
El teniente coronel Nicholson (Alec Guinness) y el coronel Saito (Sessue Hayakawa) en el clímax de 'El puente sobre el río Kwai', de David Lean.

Mi iniciación a la terrible historia de los prisioneros de guerra que construyeron para los japoneses la línea del ferrocarril Bangkok- Rangún durante la II Guerra Mundial, muriendo como moscas, fue muy precoz. Tendría siete años y ya me conocía al detalle la sevicia con que trataban las fuerzas imperiales a los soldados aliados cautivos, reducidos a la condición de esclavos. Casi al mismo tiempo que vi la película El puente sobre el río Kwai (de 1957, como yo) mi padre nos regaló a mi hermano y a mí la maravillosa caja de juguetes Jecsan que llevaba una copia del susodicho puente y las figuritas correspondientes a los prisioneros y los guardianes. Mi hermano pronto se fue a jugar al fútbol pero yo me abismé desde el primer día y durante años en la (mala) suerte de aquellos desgraciados. Recuerdo que los pobres prisioneros de plástico pintado vestían andrajos, jirones de uniforme, alguno conservaba el sombrero australiano (slouch),muchos iban con el torso desnudo, presentaban heridas y lesiones, cargaban rocas, cubos, palas y picos, uno incluso un tronco. El artista que los había creado les proporcionó un verismo digno de mejor causa. Había otro prisionero que sujetaba con la mano un cucharón y llevaba incorporada una gran olla. Aquel recipiente parecía rebosar de un líquido infecto: era la comida que esperaba a los fatigados trabajadores.

Me pasaba horas contemplando el puente y observando a los forzados mientras imaginaba que el trabajo progresaba arduamente entre el terrible calor húmedo de la jungla monzónica, el hambre, la disentería, la pelagra, los ciempiés y los crueles azotes de los guardias nipones armados con palos de bambú. He pensado si inconscientemente no estaría relacionando todo aquello con mi penoso avance académico en el colegio de curas o si no tendría yo una vena masoquista. Supongo que ayudaba a mis visiones el que por aquel entonces, sin saberlo, estaba enganchado a la pega de cromos Pelikan. Toda infancia es un misterio.

No sé adónde fueron a parar el puente y las figuras -deseo que exista un tribunal de crímenes de guerra para los soldaditos y allá diera con sus huesos el coronel Saito en miniatura, un verdadero hijo de puta sádico aferrado a sus prismáticos-. Siento no haberlos conservado. Sobre todo cuando me he enterado de que hoy se paga por el conjunto una pasta (¡450 euros por el puente y 35 por el tipo de la olla!).

Me he ido encontrando luego puntualmente con retazos de la historia. En todos estos años no han dejado de obsesionarme los relatos de prisioneros de los japoneses en general: De Van der Post y Ballard a James Clavell y Tenko. Y ahora estoy completamente inmerso de nuevo en el universo de El puente sobre el río Kwai, como si ese río se obstinara en contradecir a Heráclito y yo no hubiera dejado de bañarme siempre en las mismas aguas desoladoras.

He regresado al viejo puente, decía, de la mano de dos libros, un ensayo, Return from the river Kwai, de Joan y Clay Blair Jr., y una novela preciosa, emocionante de verdad, romántica y triste (“un hombre feliz no tiene pasado, un hombre infeliz no tiene nada más”), El camino estrecho al norte profundo, de Richard Flanagan (Random House).

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La película El puente sobre el río Kwai no cuenta una historia real, como no lo hacía la novela de Pierre Boulle en que está basada. De hecho nunca existió el puente sobre el río Kwai. Existía el Kwai pero no tenía puente. Una de las cosas más curiosas al respecto es que a partir de la fama cinematográfica del mismo, las autoridades tailandesas, a la vista de que mucha gente buscaba el puente, decidieron con gran pragmatismo rebautizar un río que sí lo tenía, el Mae Klong, como río Kwai. Todo sea por el turismo. El puente que aparece en la película fue construido (y volado) para la ocasión en Ceilán. Lo que sí existió, claro, fue la enloquecida empresa japonesa de trazar una línea férrea a través de Siam y Birmania (hoy Tailandia y Myanmar) para expandir su conquista de Asia. Y existió el infinito padecimiento de los 61.000 prisioneros, en su mayoría australianos y británicos, que la construyeron prácticamente a mano, sin maquinaria. Murieron 1 de cada 5, además de incontables civiles asiáticos, también esclavizados. Los japoneses no tenían ninguna consideración con los soldados que se rendían, a los que consideraban deshonrados. Para ellos no había Convención de Ginebra (ni de tintorro, como apostillaba Gila) y los castigos eran terribles (eso si no se te comían o te decapitaban con sus bonitas espadas de samurái).

Return from the river Kwai cuenta la penosa odisea de un grupo de supervivientes enviados en barco a Japón y que fueron torpedeados, lo que ya es mala suerte, por tres submarinos de EE UU, entre ellos el célebre USS Pampanito.Tras una odisea en el agua, donde fueron ametrallados por los japoneses, los sumergibles lograros rescatar a algunos. El camino estrecho al norte profundo, por su parte, narra la historia de un cirujano militar que cae prisionero y es enviado al Ferrocarril de la Muerte, del que emerge como reticente héroe de guerra. La novela está llena de pasajes bellos y estremecedores. Y en su centro late una historia de amor de las que te desarbolan.

Intento comprender, mientras silbo bajito la Marcha del coronel Bogey y Waltzing Matilda, la fascinación por esa vía férrea que se adentra esforzadamente en la selva. Y me digo que posiblemente todos no hacemos sino ir colocando contínuamente traviesas y remaches y salvar de la manera que podemos obstáculos y desniveles, y corrientes y fatigas, nos lleve eso a donde nos lleve, como en El puente sobre el río Kwai. Supongo que es lo que llamamos vida.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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