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Un imperio oscuro y ruidoso

Las actuaciones de Kate Tempest y Vessel protagonizaron el arranque de la segunda jornada diurna del Sónar

Kate Tempest, durante su actuación en el Sónar.
Kate Tempest, durante su actuación en el Sónar.M. MINOCRI

Segundo día de Sónar diurno y primero en el que el ruido toma carta de naturaleza. No sólo el ruido, sino también la oscuridad que parece querer volver a esconder a los artistas, omitidos por la práctica imposibilidad de verlos, eso cuando están en el escenario y no en la mesa de mezclas, definitivamente anónimos e ilocalizables. Es el Sónar, y lo que aquí se ve, o no, puede interpretarse en una clave más amplia, un reflejo de las preocupaciones y anhelos de los artistas, que parecen trabajar para que los fotógrafos se queden sin trabajo. No fue el caso de Kate Tempest, la artista que con permiso del invisible Vessel marcó las primeras horas de la tarde de ayer.

Kate Tempest no se esconde entre humo y oscuridad, y quizás no lo hace porque lo que nos enseña es la imagen de una mujer normal, de aspecto cotidiano y en las antípodas del glamur. Ataviada como un asistente del festival, perfil común, ofreció un excitante concierto de hip-hop recitado a la inglesa, cercano por momentos al spoken word y empujado por contagiosas bases electrónicas muy graves, de esas que hacen temblar las vísceras. Escritora y poetisa, Kate dispone de diversos registros para explicar su posición crítica ante el mundo, y tanto escribe poesía como la dice bajo la pauta del ritmo. En el Hall del Sónar hizo esto último, y pese a no contar con una multitud ante ella, si que logró retener a todos aquellos que se asomaron a su escenario, entre otras cosas porque había unos fondos de teclados que funcionaban como resorte idóneo de apoyo a su enfática voz, urgente, lejana a la dicción paternal o chulesca de un recitador masculino.

Y hablando de escenarios, puede que el del Hall sea el más intimidante y por ello el de mayor personalidad. Con su aspecto de salón del trono de un imperio medieval, con esos telones rojos tan de David Lynch, uno piensa que de allí sólo se puede salir con una condena a la decapitación pendiendo del cuello. Y allí, en su atmósfera rojiza, queda patente que pese a todas las aplicaciones del mundo y a toda la tecnología diseñada para hacernos más felices, y más consumidores, para encontrarse sigue siendo el recurso más útil elevar el brazo enarbolando un móvil tal y como los cicerones guían sus excursiones turísticas. Es paradójico que en el reino de la cacharrería digital alzar la mano siga resultando útil. Y hablando de utilidad, debe ser por comodidad que el sujetador femenino haya corrido la misma suerte que los calzoncillos de Superman, ya que es una prenda que como un submarino ha emergido de las profundidades a la superficie siendo portado en muchos casos como prenda exterior. Suena a liberación.

Hall. Lugar idóneo para ver, es un decir, la actuación de Vessel, es decir Seb Gainsborough. Oscuridad total, tanta que para ver que iba con el torso desnudo como un maquinero a las 5 de la mañana era preciso acercarse hasta la primera fila. Y para hacerlo era preciso nadar contra corriente de unas olas de ruido extremo que llevaban en suspensión partículas de música industrial. El ruido, tan denostado en la vida cotidiana, es una de las marcas estilísticas del festival, que con Vessel vivió uno de sus momentos más brillantes de la tarde. Ruido pautado, organizado y rítmico que se podía bailar sin precisar haber ingerido el contenido de una farmacia, ruido excitante y vigorizador, ruido que hacía sentir vivo. Y en las pantallas, único elemento visible en el Hall, proyecciones desasosegantes, como una pareja que parecían siameses unidos por las nalgas, imágenes evocadoramente porno, con una mano introduciéndose libidinosamente en la boca de una pasiva señorita que parecía sometida, un hombre planchando una pared…..todo ello en blanco y negro que viraba del positivo al negativo de una foto.

Pero en este festival, que en el meridiano de su programación diurna aún no tenía los lavabos como Waterloo y donde al entrar ofrecen octavillas de actos cada vez más lejanos, como un festival familiar en Montpellier en agosto, se pasa del cielo al infierno, de lo blanco a lo negro sin cámara de descompresión. Ejemplo, tras Kate Tempest y luego de otra sesión de ruido, este minimalista al menos en el arranque de la sesión, a cargo de Rusell Haswell, podías dejar reblandecer la sensibilidad con Owen Pallett, el arreglista de cuerda de Arcade Fire. El salto era excesivo, hasta el punto que la música de Pallett, pautada por su violín y su voz académicamente bonita, suponía un contraste excesivo. El público situado frente a su escenario se dejó acariciar por su música, pop de lirismo desbocado, dulzura para derretirse bajo el sol. Eso se hacía en el Sónar aguardando a la noche, donde la oscuridad ya parece más natural.

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