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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El cielo por asaltar es La Moncloa

Podemos ha reaccionado a las críticas de una forma que en muy poco se diferencia de la habitual en los viejos partidos

Manuel Cruz

No albergo la menor duda respecto a algunas de las motivaciones que explican la saña de los ataques que están recibiendo desde hace semanas los líderes de Podemos. Por supuesto que la primera motivación es de tipo reactivo. La posibilidad de que esta nueva fuerza política irrumpa en ayuntamientos, parlamentos autonómicos y Congreso de los Diputados, obteniendo, según las encuestas, un magnífico resultado, ha puesto de los nervios no sólo a las formaciones tradicionales —ésas que componen lo que algunos denominan el statu quo (y que va más allá, como el caso de Cataluña deja claro, del bipartidimo PP-PSOE)— sino también a algunas de sus terminales mediáticas.

Junto a este elemento, no habría que descartar la importancia de otro, que a algunos nos retrotrae a épocas pasadas. Concretamente, a aquella intervención parlamentaria de Miquel Roca, con ocasión del escándalo por los dudosos negocios en Andalucía del hermano del entonces vicepresidente del gobierno de Felipe González. “Sr. Guerra, a usted, mucha gente le tenía ganas”, le espetó el líder de CiU, no sin parte de razón. Pues bien, se diría que también ahora no eran pocos los que parecían tenérsela guardada a los dirigentes de la nueva formación, tan desenvueltos y deslenguados en sus iniciales intervenciones televisivas. Aún recuerdo las insidiosas palabras ¡precisamente de Iñigo Errejón! cuando un representante del PSOE intentaba que las críticas a los diferentes partidos políticos no desembocaran en un descalificador totum revolutum en el que no quedara títere (político) con cabeza excepto la formación de Pablo Iglesias: “Ustedes dirán que son diferentes, pero los detienen juntos”.

En todo caso, y más allá de la real importancia de las acusaciones recibidas por los fundadores de Podemos (calderilla, en comparación con otros escándalos a los que nos habíamos terminado acostumbrando), tal vez lo significativo sea la manera en que esta formación ha respondido a ellas. Una manera que en muy poco se diferencia de la habitual en los viejos partidos. De la negación inicial al cierre de filas pasando por la teoría de la conspiración, no parece que nos encontremos ante lo esperable en quienes anuncian el advenimiento de una nueva forma de hacer política.

Detengámonos, en concreto, en el argumento, inequívocamente victimista, según el cual estar siendo atacados por según quién (El Mundo, el PP, La Razón, la COPE...) constituiría la mejor prueba de la propia inocencia. Como si el solo hecho de recibir un ataque injusto en alguna medida exculpara automáticamente y por completo a la víctima. Es obvio que uno puede ser objeto de una agresión desproporcionada, utilizada con las más aviesas intenciones, pero que disponga de un cierto fundamento in re. En tal caso, tiene perfecto sentido que se puede reclamar la oportuna rendición de cuentas. Negar tamaña obviedad es comportarse como aquella tertuliana cavernícola que le vociferaba a su interlocutor, crítico con la línea oficial de la AVT: “¡Convéncete, ¡las víctimas siempre tienen razón!”.

Al margen de la necesaria dosis de autocrítica exigible a quienes aspiran a ser representantes públicos, se ha echado en falta por parte de los líderes atacados una reflexión acerca de las condiciones que han hecho posible que el debate haya terminado por plantearse en los términos en los que hoy se está haciendo: de denuncia de dudosos comportamientos personales, por decirlo resumidamente.

Y es que, en efecto, estamos ante una de las consecuencias de utilizar la categoría de ejemplaridad como arma arrojadiza con la que descalificar al adversario político. En el fondo, en ella se sustancia una de las más profundas contradicciones que atraviesa a la nueva formación. Podemos, desde el convencimiento de estar del lado de la inmensa mayoría (¿existe un concepto más abarcador que el de gente?), considera, por un lado, que el fin de asaltar el cielo de La Moncloa para ponerlo al servicio de tan oceánica magnitud justifica cualesquiera medios (abundan las declaraciones de Pablo Iglesias en este sentido), pero, por otro, expulsa del tablero político, desautorizándolas moralmente, a la práctica totalidad de fuerzas con el reproche de su poco ejemplar condición de casta, i. e., de no ser “gente decente” (Monedero dixit).

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Este planteamiento le resultó de enorme eficacia a Podemos hasta un cierto momento (mientras pudo mantener una apariencia casi angélica), y se encuentra en el origen de su espectacular éxito inicial. Sus ataques a la casta, como quedaba meridianamente claro en la réplica de Errejón mencionada, no matizaban, con pincel fino, que iban dirigidos tan solo a aquellos que no buscan el interés común sino el propio, como ahora algunos simpatizantes de esta formación se apresuran, nerviosos, a reinterpretar. Eran brochazos toscos y sumarios que descalificaban por entero al resto de partidos, por más de izquierdas que pudieran ser, salpicando en la descalificación a todos sus militantes (excepto a los que aceptaran sumarse al proyecto de Podemos). Quizá sea en esta profunda contradicción entre maquiavelismo banal y moralismo inconsecuente donde se encuentre una de las claves explicativas de lo que le está empezando a suceder a Podemos.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.

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