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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La buena arquitectura

No sirve ya que sea bonita: tiene que ser útil y tiene que ser inteligente. La arquitectura tiene que tener sentido

La iglesia de Sant Francesc, en Santpedor, en el pabellón catalán de la Bienal
La iglesia de Sant Francesc, en Santpedor, en el pabellón catalán de la Bienaljordi surroca

En los años ochenta, Doris Lessing publicó una novela llamada La buena terrorista. La recuerdo vagamente, pero contaba la historia de una chica squatter, una chica muy de orden, muy limpia y generosa, que acababa mal. No busquen ningún paralelismo con lo que ha pasado estos días, ni en la esquina de Jocs Florals ni en la carretera de Sants, para citar dos polos del conflicto: me atengo a la ironía del adjectivo. Buena. Si hace diez años hubiéramos hablado de “buena arquitectura”, habrían aparecido los edificios icónicos que hoy miramos con el ceño fruncido y que sus dueños-constructores han puesto, inclementes, en venta. Desde la Torre Agbar a la caja —como hecha de esquirlas de chocolate blanco— de Telefónica en Diagonal cero. ¿Buena arquitectura? ¿O una arquitectura que contradice las bases sociales del oficio, como la terrorista de Doris Lessing dinamitaba, de forma fanática e inútil, las estructuras simbólicas de su ciudad? Quizás los ecos de Can Vies llevan el debate a estos términos excesivos, pero es obvio que hoy hay modelos urbanos que se resquebrajan. Como si no hubieran pocos cambios en el horizonte.

El debate es pertinente, no por las ventas emblemáticas de grandes edificios que van siendo hoteles de lujo, no por el desajuste mal resuelto entre la ciudad comercial y la ciudad social, sino por un evento formal que pone las élites del gremio frente al espejo. La Bienal de Arquitectura, que abrió puertas este sábado en Venecia, bajo la batuta del corrosivo Rem Koolhaas, que alguna vez he citado en este espacio, precisamente por su capacidad de desmontar mitos y modelos. Koolhaas aceptó el cargo de organizar la cosa si le daban permiso para dinamitar —él usó otro verbo— la arquitectura contemporánea, a partir de una premisa: de la mano de la modernidad ha emergido un estilo global de diseñar, cosa que en principio complica la conexión entre el edificio y la tierra que lo acoge. Tierra: cultura, tradición, paisaje, necesidades, clima, sociedad. Para sorpresa de muchos, Koolhaas plantea una exposición principal que re-empequeñece (perdonen la palabra) la arquitectura para humanizarla. No sirve ya que sea bonita: tiene que ser útil y tiene que ser inteligente. Tiene que tener sentido. Cataluña estará en Venecia, pero caminando por Barcelona podemos hacernos algunas preguntas siguiendo el hilo veneciano.

El debate también está en casa. La asociación AxA, arquitectos por la arquitectura, planteó algunas preguntas en un seminario que tuvo lugar la semana pasada en Les Corts. Preguntas sobre sostenibilidad, pero no solo. No les resumo el debate sobre energía, porque no toca, pero era hasta tierno oír al ponente británico contarnos que ellos tenían dos enormes impedimentos para instalar cualquier cosa: no se pueden tocar los edificios victorianos, que son el colmo de la ineficiencia, y no se puede tocar el paisaje, una vez que los antecesores lo hubieran manipulado para hacerlo “bello”. El fondo del debate era, sin embargo, que estamos en una sociedad que nos enseña a consumir y a desaprovechar, porque eso sostiene el sistema, el business, y ahora nos vienen con que hay que ahorrar energía. ¡No es extraño que las eléctricas se opongan, si ellas son negocio!

La siguiente sesión estaba más ligada al tema veneciano. Se trata de hacer arquitectura sin construir. La población europea, millón más millón menos, está estabilizada, de manera que podemos plantearnos reutilizar, reconvertir, regenerar edificios sin necesidad de expandirnos sobre suelo libre. Uno de los ponentes, Peter Sweatman, planteaba la necesidad de revertir el ciclo edificatorio: empezar por la gente y acabar por el negocio; ahora, dice, es lo contrario, lo que menos cuenta es la gente. Se crea el edificio y después la necesidad. Su interlocutor, el holandés Hans Ibelings, apuntaba la frustración irresoluble de los arquitectos formados para ser artistas y lucirse, formados en ese modelo de triunfadores globales, puestos ahora a repintar interiores y sanear ventanas. Nuevo destino: mejorar la calidad de vida al conjunto de la unidad vecinal. Tiene gracia porque mientras discutían esto pusieron la imagen de un bloque de pisos u oficinas en París —la torre Eiffel desdibujada al fondo— un bloque solitario, impertinente, moderno en el mal sentido de la palabra, altísimo y autista, rodeado, eso sí,de verde, y no quedaba claro si se lo cargaban o envidiaban el encargo.

Había pocos arquitectos en la sala, una veintena, la mayoría estudiantes preocupados por su futuro. En los últimos treinta años se ha triplicado el número de arquitectos en España, un dato que tiene su peso. Todo esto quiere decir que el debate está más allá de la sostenibilidad, que es hoy el mantra insoslayable. Se demuestra, otra vez, que para cambiar cosas que en apariencia son pequeñas y formales, hay que desmontar el sistema. Y en eso estamos.

Patricia Gabancho es escritora.

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