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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Inseguridad personal

El DNI es una pieza de la maquinaria franquista, para control de súbditos

Llega retraída la Navidad, o yo tengo esa impresión (es una fiesta que baja de voltaje cuando el dinero no circula y el negocio es poco), y abro al azar un libro, a ver si me adivina el futuro: “Muy poca fuerza debemos de tener / si nos rendimos porque nos falta el sol”. Son unos versos de Philippe Jaccottet, poeta suizo del que no sé casi nada. Sé que tradujo al francés El hombre sin atributos, de Robert Musil, y las Soledades, de Góngora, dos obras que me han acompañado mucho. Lo he encontrado en una selección de ensayos de Peter Handke, Lento en la sombra, y por casualidad me ha adivinado el presente: está nublado y yo ando levemente rendido. Busco más versos de Jaccottet: “El alma, tan friolera e insociable...” Pero no hace frío. Es menos un día de vísperas navideñas que de finales de octubre, Halloween, y lo más navideño que me sale al paso es la expresión “congelación salarial”, un par de palabras que sugieren nieve y trineos que se deslizan monte abajo.

Recorto un informe de Amanda Mars publicado en este periódico hace cuatro días: El ajuste salarial se ceba en los estratos de trabajadores peor pagados. Los que menos ganan cada vez ganan menos, los pobres son cada vez más pobres y los ricos más ricos, como si viviéramos una fase de economía evangélica al pie de la letra y fanática: “A todo el que tiene se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que no tiene se le quitará” (Mateo, 25, 29). Las sucesivas reformas laborales han ido desarropando a los trabajadores y dejándolos al arbitrio de los empresarios, más desiguales que nunca empresarios y trabajadores. La última reforma, la del PP, es una gran aportación al desbaratamiento del Derecho del Trabajo. Y, por su parte, los sindicatos han hecho el esfuerzo heroico de evaporarse y desaparecer tragados generosamente por la Administración estatal, de la que se fueron convirtiendo en un apéndice, un negociado más, con las mismas lacras y debilidades que la propia Administración, pero sin nada de su fortaleza.

En una economía tan de temporada, tan precaria, tan exigua como la andaluza, muchos trabajadores pertenecen al grupo de los peor pagados, no parecen tener horario fijo ni salario real fijo, y se ven indefensos y solos, sin capacidad de reacción. Viven en un estado de inseguridad personal. En otro mundo, remoto y cerrado como una caja fuerte, los gobernantes del PP piensan en otro tipo de seguridad. No sé si el PP quiere vengarse de la ciudadanía disconforme, o si ha sucumbido al frenesí vigilante del avaro que teme por sus tesoros y privilegios. No le bastan para mantener el orden público la Guardia Civil y la Policía Nacional y Local, y ha pedido refuerzos a los guardias de las empresas privadas, que, si se cumple el designio del PP, en lo sucesivo también patrullarán armados las calles. Más insiste el PP en seguridad y menos seguro de sus derechos se siente el ciudadano.

Me alarman estas cosas porque España ya es un Estado muy policial, aunque por la costumbre de vivir aquí no lo percibamos. Tenemos el carné de identidad, por ejemplo. La vieja ley socialista de seguridad ciudadana de 1992, en una exhibición de cinismo imperativo, dice todavía: “Todos los españoles tendrán derecho a que se les expida el Documento Nacional de Identidad”. Presenta como un derecho lo que es un deber, porque la misma ley obliga al ciudadano a identificarse ante cualquier policía que se lo exija. Ese DNI es una pieza de la maquinaria franquista, en funcionamiento desde hace más de 60 años, para control de súbditos y posibles enemigos después de una guerra civil. Aquí vemos normal lo que en nuestro país modelo, los Estados Unidos de América, se consideraría un signo de totalitarismo: los ciudadanos tienen el deber de presentarse en una comisaría a los 14 años para que les tomen la huella digital o, dicho de otro modo, para que los fichen.

Estoy convencido de que los policías, en general, como el resto de la gente, son honrados, tienen escrúpulos y respetan al prójimo, pero también creo que las nuevas normas permitirán más arbitrariedades, más caprichos, más intemperancias de individuos que, amparados por el uniforme y los poderes que la ley les otorga, consideren que se ha vulnerado su autoridad o su amor propio, dos categorías que tienden a confundirse. El PP ha dado un doble salto histórico impresionante: hacía muchos años que los trabajadores no estaban tan a merced de la voluntad patronal, y hacía muchos años que la policía no ostentaba tanto poder.

Justo Navarro es escritor.

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