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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Suede recordó su pasado allí donde Billy Bragg defendió su presente

El Cruïlla concluye su primera jornada en un ambiente familiar y distendido

Suede en el Cruïlla Barcelona Festival.
Suede en el Cruïlla Barcelona Festival.MASSIMILIANO MINOCRI

En tiempos de festivales enormes, un festival de tamaño familiar. En épocas donde entre el aturdimiento se puede escoger entre 320 propuestas en muchos casos de perfil más que similar, poder seleccionar entre dos o tres. En días en los que el turismo cambia nuestros espacios diarios, un festival donde la mayoría del público es local. Cuando casi has de ser atleta para mantener el paso en el tránsito de escenario a escenario, un paseo conduce de una música a otra. Sí, el Cruïlla es una rara avis en el mapa de festivales barcelonés y ayer, en un ambiente casi familiar, y no por la falta de público sino por su tono, consumió su primer jornada. Primera de dos, otra característica de un acontecimiento con dimensiones humanas.

Reinaron dos ingleses. Uno se dejó las pestañas en un concierto casi atlético, deshaciéndose para conectar con su público, excitándolo con sus movimientos, su pasión y su entrega, amén de con un repertorio con pocas paradas en su último disco y por el contrario lógicamente trufado con éxitos inevitables –Animal nitrate, The Wild Ones, The Drowners, So Young, Metal Mickey, Beautiful Ones...-. Camisa blanca ya empapada en sudor en la tercera pieza y algunos fallos en la voz fruto de querer ir más allá de donde permite la fisiología. Brett Anderson en acción, encabezando a Suede, el plato fuerte de la primera noche. Como si el tiempo no hubiese pasado. Pero sí, ha pasado. ¿En qué se notó? En que la cantidad de público frente a su escenario fue descendiendo a medida que transcurría la actuación, en que Brett siempre pareció más caliente que el personal y en que ese mismo concierto hace unos años hubiese sido la locura. Hoy en Suede lo único que enloquece es el paso del tiempo.

FESTIVAL CRUÏLLA

Suede. Billy Bragg. Rufus Rufus Wainwright

Parc del Fòrum

Barcelona, 5 de julio

Hay otros, más modestos, a los que el tiempo mantiene en esa urna diminuta reservada a los que siempre han vivido conforme a sus posibilidades. Conociendo el uso que se da a esta idea en España, no se sabe si a Billy Bragg le haría gracia esta definición, pero lo cierto es que a él no le pasa por encima la historia, en la que siempre ha ocupado un espacio pequeño pero lleno de sentido. Tocado con una gorra que le hacía parecer Andy Capp, con ese aire proletario y común, Billy, uno de los pocos izquierdistas que cuando proclama sus verdades en escena no parece un cura resabiado, regó sus canciones, algunas de ellas versiones de Woody Guthrie -All you fascist, California Stars- o Stones -Dead flowers-, con un inteligente sentido del humor que le llevó a cuestionar la masculinidad en tiempos en los que los hombres ya ni saben clavar un clavo o a preguntarse qué había hecho mal Inglaterra para llevarse a Mourinho y no a Pep Guardiola. Escorando su sonido hacia el country, Bragg, que cuando habla en inglés lo hace con la lentitud del que quiere hacerse entender, dio una lección de sentido común y de compromiso con un ideario cuyo sentido nuestros tiempos agranda. Tal parece que siempre quedará espacio para esta especie de fustigadores del sinsentido monetarista de una vida que Billy, pese a todo, riega con humor afilado.

Además de Suede y Billy Bragg, la música negra tuvo su espacio en el Cruïlla, un festival dado a estas sonoridades. Wycleff Jean propuso su ensalada de hip-hop y rock y más tarde Buraka Som Sistema apelarían al ritmo puro del kuduro cerrando una jornada que en sus primeras horas tuvo a Ernest Ranglin como uno de los protagonistas. Y no tanto porque su concierto instrumental fuese extraordinario, sino porque la música de este guitarrista pionero del ska y sus versiones convirtieron su escenario en una inmensa coctelería a la orilla del mar. Sonidos agradables para comenzar la jornada, un aperitivo relajado para las horas de música que después vendrían.

Más tarde Rufus Wainwright dejó en el aire la sensación de que aquel no era su lugar, ni su formato idóneo –él solo bien con guitarra o piano, sin banda-, pero al menos interpretó la maravillosa Memphis Skyline, una canción que, como muchas de la primera época del artista, parece llegada de otros tiempos, de aquellos inicios del siglo XX en los que ser músico era un oficio. Eso tiene el mejor Rufus, una pátina de clasicismo y gusto que se resiste a desaparecer pese a que no la gestiona de la mejor de las maneras.

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