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LA CRÓNICA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El humor de Hitchens

El autor se pregunta, a raíz del ateísmo del temible y sarcástico periodista inglés, como sería en España un debate entre fe y ciencia, entre Rouco Varela y Savater

'La Resurrección', de Piero della Francesca.
'La Resurrección', de Piero della Francesca.

Acabo de leer la autobiografía de Christopher Hitchens (Hitch-22, editorial Debate), escrita poco antes de morir y recién publicada en español. Hitchens fue un periodista y un temible polemista, de sólida formación intelectual, célebre en el mundo anglosajón, que se distinguía por la independencia de sus criterios y por sus posicionamientos a menudo impropios de un intelectual supuestamente de izquierdas, como por ejemplo apoyando resueltamente la guerra de las Malvinas y la invasión de Irak, o argumentando con convicción contra el Estado de Israel (su madre era judía), o sumándose a la repugnante cacería contra Bill Clinton con el libro Ni una mentira sin decir. Sus argumentos sobre estos y otros temas, muchos de ellos relacionados con los conflictos de Oriente Próximo, Pakistán, Afganistán y otros lugares trágicos adonde viajó repetidamente, ocupan buena parte del texto del libro. También era famoso Hitchens por su magnífico sentido del humor, manifiesto ya en el título de su autobiografía, que alude a la famosa novela antibélica Catch-22. Hablemos de su humor: Hitchens se había resignado a ser alcohólico, pues sin la botella no sabía escribir, y justificaba su vicio con la que quizá sea la más famosa de sus agudezas: “Bebo para que los demás sean más interesantes”. Ocurrencias parecidas salpican todo el libro. Al general Videla le dedica páginas feroces, sin duda merecidas, como esta descripción de su aspecto físico que es a la vez inmisericorde y exacta: “Daba la impresión de un cretino que imita a un cepillo de dientes”. En cambio su amigo el novelista Ian Mc Ewan “era flaco como un pasamanos”. A veces sus comparaciones eran delirantes, como cuando recuerda el debate con un contrincante que padecía halitosis: “Para entonces su aliento estaba desabrochándome la corbata”. Etcétera. Estos chispazos de ingenio diseminados por el texto lo hacen aún más ameno.

Quizá lo que haya dado más reputación a Hitchens entre nosotros sea su ateísmo militante y combativo, reflejado en el libro Dios no es bueno, que le llevó a sostener sendos debates públicos, ante abarrotados auditorios, con el ex primer ministro Tony Blair, que tras dejar el cargo se convirtió públicamente al catolicismo, y con el arzobispo de Canterbury, nada menos. En el mundo anglosajón se paga entrada para asistir a pugilatos intelectuales de este tenor como si fuera a asistirse a un magnífico espectáculo (es verdad que eso denota una curiosa idea de lo que sea “una velada divertida”, pero otros incurren en mayores extravagancias, como asistir a partidos de fútbol, y con perfecta sensación de normalidad). ¿Es imaginable, en España, un debate público sobre la existencia de Dios y la colisión de la fe y la ciencia, entre por ejemplo Fernando Savater, que es nuestro intelectual más (merecidamente) prestigioso, y el cardenal Rouco Varela o alguna otra eminencia religiosa? Y el hecho de que no sea imaginable ¿es señal de nuestra sequedad y rigidez y desinterés intelectual… o solo del acusado sentido teatral que tienen británicos y norteamericanos? ¡He aquí otra cosa que no sé!

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