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Amor que bordea la tragedia

Enrique Bunbury deja en la sala de La Riviera un recital lleno de truculencias, hipérboles y tormentos sin renunciar a sus señas

Enrique Bunbury, en su recital en La Riviera.
Enrique Bunbury, en su recital en La Riviera.CLAUDIO ÁLVAREZ

Enrique Ortiz de Landázuri es uno de esos raros especímenes programados genéticamente para morar sobre las tablas. Engatusa a las cámaras, los focos, las retinas y hasta los hados. Anoche, durante la introducción instrumental de El mar, el cielo y tú, La Riviera era un rincón inhábil para la música en directo, con los instrumentos sonando o desvaneciéndose sin control. Pero emergió Bunbury con los primeros versos de Llévame y todo pareció retornar a su lugar pertinente.

Fue cosa de hechizo. Sonaban Los Santos Inocentes cálidos y confiados mientras los 2.000 fieles que llenaban La Riviera caían embrujados por una estampa emblemática, enfundada esta vez en americana negra con estampado de llamaradas. Continuará: al zaragozano le quedan aún tres noches sucesivas de hermandad e historias atormentadas junto al Manzanares.

Bunbury se ratifica en cada gira como un artista excesivo, enfático, sobreactuado, afectadísimo, raphaelesco. Ello le sigue reportando detractores furibundos, pero siempre es preferible la irritación a la indiferencia. Y Enrique, sin renunciar a sus señas de identidad, sabe reinventarse en cada recodo del camino. Anoche presentaba su séptimo álbum, Licenciado Cantinas, arriesgada colección de versiones del cancionero panamericano. Pero Ódiame (Federico Barreto) o Ánimas, que no amanezca, devastadora ranchera de Guadalupe Ramos, no quedan lejos de otras piezas propias y fronterizas: El extranjero, Sácame de aquí, Que tengas suertecita.

Enrique, sin renunciar a sus señas de identidad, sabe reinventarse en cada recodo del camino

Ahora, el retiro angelino no ha hecho sino acercar al ex de Héroes del Silencio a un entorno semántico familiar. Las historias del Licenciado abundan en truculencias y tormentos, hipérboles y circunstancias tremebundas. Hablan del amor en los momentos en que se bordea la tragedia, la hecatombe. E invitan a escenificar y desgañitarse; o a que uno de los escuderos en la guitarra, Álvaro Suite, parezca -sombrero y ojos maquillados- su mismísimo primo carnal.

Bunbury rebuscó ejemplos de espíritu impuro y contaminado, desde la corajuda a la noctámbula y cantinera No me llames cariño, que Jordi Mena colorea con un enrabietado solo de guitarra en su segmento central. Inspiran más dudas el ajado aire discotequero de El anzuelo, por mucho que su autor la presentara como una canción premonitoria sobre el actual colapso financiero o El día de mi suerte, que desdibuja el soplo caribeño original de Willie Colón. Pero nuestro personaje puede presumir, tantos años después, de coherencia. Hace su santa voluntad, se gusta, les gusta. No es poco.

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Apenas habló Enrique, tratando de usted al personal y exhibiendo un acento más mexicano que maño, pero al final de la noche se desmelenó. Criticó a los agitadores que envenenan Internet, se solidarizó con "los que no cobran porque no les pagan" y advirtió contra "el verdadero enemigo". Que no es ni el PP ni el PSOE ("unos mindundis"), sino "alguien más arriba que nos está jodiendo la vida". Bunbury, un necesario verso libre.

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