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Columna
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Hacer Europa o sufrirla

Ahora Berlín promete al presidente Rajoy continuidad si nos aplica castigos aún más severos

Rafael Jorba, que recibe hoy el premio de Periodismo Diario Madrid, citaba a Albert Camus en su columna de La Vanguardia diciendo que “el papel del escritor es inseparable de deberes difíciles, porque por definición no puede ponerse al servicio de los que hacen la historia, sino de los que la sufren”. Esa misma prescripción, sobre al servicio de quién deben estar, es del todo aplicable al periodista y, muy en particular, al que se ocupa de la construcción europea. Porque su tarea no es la de ponerse al servicio de quienes a escala nacional o comunitaria se encuentran al frente del proyecto de la UE sino de quienes sufren su abandono. Porque, hasta hace unos años, de la UE nos venían los fondos estructurales y los de cohesión, las ayudas a la agricultura y, sobre todo, los buenos ejemplos cívicos tanto en el plano de las libertades como en el de la convivencia democrática; mientras que ahora nos llegan procedentes de Bruselas, en funciones activas de ventrílocua de Berlín, instrucciones terminantes para que ajustemos el déficit y la deuda pública, a base de recortar gastos y de emprender reformas legales de todas clases, que siempre terminan apretando el cinturón a los mismos pasajeros, los trabajadores más desfavorecidos.

Cuando la Transición, estuvimos de acuerdo en que España era el problema y Europa, la solución. El objetivo más deseado era la adhesión a un proyecto del que habíamos estado excluidos desde su puesta en marcha con los Tratados de Roma firmados el 26 de mayo de 1957. Después de la II Guerra Mundial hubo una consideración diferenciada para vencedores y vencidos, pero incluso a estos últimos se les convirtió en beneficiarios de las ayudas generosas del Plan Marshall norteamericano y se les sumó como firmantes del Tratado de Washington, que dio origen a la Alianza Atlántica el 4 de abril de 1949, y de los de Roma, de los que trae causa la Comunidad Europea. En cambio, para el régimen franquista se habilitó una tercera categoría separada, la de enemigo pendiente de vencer, habida cuenta de su contumacia en anclarse, emboscado en eufemismos varios, en la atmósfera del nazifascismo derrotado, luego transfigurado de nacional sindicalismo en nacional catolicismo. Coloración todavía añorada por el cardenal arzobispo de Madrid Antonio María Rouco Varela. Era en aquel Madrid de aquellos tiempos cantados por Celia Gámez, cuando el titular de Información y Turismo, Gabriel Arias Salgado, aducía estadísticas propias, según las cuales bajo el sistema del yugo y las flechas iban al cielo muchos más españoles. En ese empeño de empujar a la salvación eterna al mayor número, el ministro aplicaba toda clase de censuras y prohibiciones, al punto de que uno de sus colaboradores, Florentino Pérez Embid menendezpelayista con algún reflejo liberal, le dijo: “Gabriel, déjales que se condenen, carece de sentido salvarles a la fuerza”.

Apagada la lucecita de El Pardo, aquí cumplimos de manera impecable la tarea de recuperar las libertades y de establecer la democracia, conforme a una Constitución, la de 1978, que nos homologaba a los países con quienes queríamos caminar en un proyecto común. Pero tampoco, concluidos esos deberes, nos dieron facilidades en parte alguna y hubimos de emprender una negociación larga y exigente hasta nuestra incorporación, firmada junto con la de Portugal el 1 de junio de 1985, que cobró efecto el 1 de enero de 1986. A partir de entonces, reventando el pronóstico aciago de que seríamos un lastre sureño, nos convertimos en fervorosos europeístas y cundieron las iniciativas españolas concebidas como soluciones de ámbito europeo del calado de la ciudadanía común o de fondos de cohesión decididos en el Consejo de Edimburgo en diciembre de 1992. Apoyamos todas las buenas causas, el despliegue de los Pershing y los Cruissing, la reunificación de Alemania, que otros preferían mantener dividida, los tratados sucesivos, la moneda común, el acuerdo de Schengen, la creación del Eurocuerpo. Así, convertidos a la religión del progreso indefinido en la que nos instruyó el Cristóbal Montoro de la primera época, supimos el fin de los ciclos en economía. De ahí que nos aplicáramos a rentabilizar el exceso de liquidez de los alemanes que se pusieron a rebufo de nuestra burbuja inmobiliaria. Otra cosa es que pasáramos del prestigio de la escasez al del desfalco en un mar sin orillas del Partido Popular que prometía impunidad indefinida.

Ahora Berlín promete al presidente Rajoy continuidad si nos aplica castigos aún más severos. Europa pasa de ser una ventura, a ser un sufrimiento. Mientras nos empobrecernos hasta que puedan comprarnos a precio de saldo, el avance hacia una auténtica Unión Monetaria Europea requerirá legitimidad democrática y rendición de cuentas conforme al debate del próximo viernes en la Fundación Carlos de Amberes.

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