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ADRIANA FARANDA | Exterrorista de las Brigadas Rojas

“No es fácil aceptar la tragedia de que has destruido tu vida y la de otros”

Faranda participó ayer en el Congreso sobre Memoria y Convivencia organizado en Euskadi

Mónica Ceberio Belaza
Faranda, el viernes en Bilbao.
Faranda, el viernes en Bilbao.SANTOS CIRILO

En Italia hubo disociados. Aquí existe un pequeño grupo conocido como los presos de la vía Nanclares. Ambos, los unos reclusos de las Brigadas Rojas y grupos cercanos que causaron una cincuentena de muertos y un millar de heridos entre los años setenta y ochenta; y los otros, internos de ETA, comparten el rechazo de la violencia como método para alcanzar objetivos políticos y la autocrítica del pasado. Pero hay múltiples y fundamentales diferencias entre ambos tipos de terrorismo, los dos procesos de final de la violencia y el grado de control de la organización sobre los presos.

A pesar de todo, los caminos individuales de la desvinculación guardan algunas similitudes, como muestra la experiencia de Adriana Faranda (Tortorici, Sicilia, 1950), exmiembro de las Brigadas Rojas y parte del comando que secuestró y asesinó al primer ministro italiano Aldo Moro, en 1978. Su discurso, y sus recuerdos, pasan por algunos elementos centrales del debate sobre el final de la violencia de ETA: el perdón, el daño, los encuentros con víctimas, los debates dentro de las cárceles o los requisitos para la reinserción.

Faranda participó ayer junto a Giorgio Bazzega, cuyo padre fue asesinado por las Brigadas Rojas, en el Congreso sobre Memoria y Convivencia organizado por el Gobierno vasco y que clausuran hoy el ministro del Interior, Jorge Fernández, y el consejero Rodolfo Ares. La exbrigadista habló con EL PAÍS sobre su propia experiencia y la de sus compañeros y sobre cómo la disociación —modelo que inspiró la vía Nanclares— dinamitó desde dentro la continuación de la violencia y fomentó la asunción de responsabilidades individuales sobre el daño causado.

Faranda iba a compartir mesa con Carmen Gisasola, disidente de ETA recluida en la prisión de Zaballa (Álava). No pudo acudir porque el Ministerio del Interior se opuso, al igual que desaconsejó la presencia de José Luis Álvarez Santacristina, Txelis, en unos cursos de verano de la Universidad del País Vasco. Por las víctimas, se argumentó. Faranda discrepa de esta decisión: “En Italia ocurrió algo similar. Se nos acusó de protagonismo, como si fuera una ventaja para nosotros hablar públicamente. Pero nunca fue algo positivo. Cada exposición ha implicado consecuencias en el plano familiar, laboral, con los amigos... Cuando lo hacemos, es solo para llevar adelante un discurso en el que creemos: el abandono de la violencia y una crítica radical a las elecciones del pasado. La participación en actos públicos de quien ha madurado en sus posturas de autocrítica es muy importante porque puede amplificar el fenómeno”. Coincidió con esta postura Bazzega, víctima de las brigadas, ayer en la mesa redonda.

Faranda comenzó a discrepar sobre el uso de la violencia antes de su arresto. Se pronunció en contra del asesinato de Aldo Moro. Un año después fue detenida y condenada a cadena perpetua. Dentro de la cárcel, participó en los debates internos que dieron lugar a la disociación, “movimiento que surgió como alternativa a la figura del ‘arrepentido’, que exigía delatar a compañeros”, explica. “Lo que nosotros proponíamos era otra cosa: el abandono de la violencia y la asunción de las responsabilidades civiles dentro de un proceso de reflexión compartida”.

“Las autoridades fueron rápidas e inteligentes y aprovecharon lo que estaba sucediendo”, prosigue. “Crearon las ‘áreas homogéneas’ en las que grupos de presos pudimos reflexionar y debatir, elaborar documentos y llevarlos a las demás cárceles para multiplicar los ámbitos de debate. También acudían políticos para hablar con los reclusos. Después llegaron las leyes [1986-1987] recogiendo el proceso”, añade. Acogerse a la norma implicaba una disminución de la pena y mayores facilidades para obtener beneficios penitenciarios. Ella salió de la cárcel en 1995.

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En el caso español, la vía Nanclares la inició el Gobierno socialista cuando ETA seguía activa. Se crearon unos itinerarios de reinserción que culminaban en la posibilidad de acogerse a beneficios penitenciarios cumpliendo los requisitos que recoge la ley para la libertad condicional: rechazo de la violencia, perdón a las víctimas y pago de las responsabilidades civiles. Hay otro requisito: la “colaboración con las autoridades” —precisamente aquel del que se prescindió en Italia con la disociación—, sobre el que no existe una interpretación unánime.

A la vía Nanclares se adhirieron apenas una veintena de presos de ETA de los más de 500 que cumplen pena en España. La situación en las cárceles, el control que ejerce el colectivo de presos sobre los internos y las circunstancias políticas y sociales no tienen nada que ver con lo que ocurría en la Italia de los años ochenta, cuando se comenzó con la disociación. Y, una vez que ETA decretó el final de la violencia, el pasado 20 de octubre, ningún recluso ha vuelto a moverse. Esperan una solución colectiva.

“En Italia también hubo quien exigió una amnistía que no era posible. Pero otros optamos por la disociación y el movimiento se extendió rápidamente. Se daban las condiciones para ello. Aunque nunca es una reflexión fácil aceptar que has destruido tu propia vida y la de otros, que has seguido el camino erróneo”, reflexiona. “Es una tragedia. Y es complicado hacerlo solo. Estar juntos era muy importante”.

La búsqueda del grupo, el formar un pequeño colectivo crítico que se vaya ampliando, es algo que también ha buscado la mayoría de los presos de Nanclares. Han promovido talleres en los que debatir entre ellos y con el exterior, y propuesto que se extiendan a otros presos. Y piden un mayor apoyo de las autoridades, el que sí recibieron los exbrigadistas. En este caso, la historia del final está aún por escribir, y todo apunta a que va a ser un camino complicado.

Como tantos otros, Faranda dejó a su hija en manos de su familia para integrarse en las brigadas. Consideró que era prioritario atender sus obligaciones dentro de la organización. Ahora esa niña tiene casi 40 años. ¿Cómo se lo explica? “No se puede. Sufrió un abandono por mi parte y eso es algo terrible. Es también una víctima de mis elecciones. Hubo una temporada en la que ni siquiera quería que le explicara nada porque rechazaba ese periodo de mi vida. Ahora ya hemos hablado, pero intentamos dar más valor al ahora que al ayer”.

Otra de sus experiencias vitales, una de las más importantes, se está llevando a cabo también con presos de ETA: los encuentros con las víctimas. En España han sido impulsados por un programa del Gobierno y a través de mediadores. En Italia fue cada miembro de las brigadas y grupos cercanos el que buscó a sus víctimas. A veces, años después de salir de la cárcel. Ella se ha encontrado con varias; entre ellas, las hijas de Aldo Moro, una de las cuales escribió una carta que ayer leyó Faranda en el Congreso. “Creo muchísimo en el valor del encuentro. Para mí fue una emoción muy intensa. Salí reforzada en el deseo de ir adelante en este recorrido y ver cómo podía reparar el dolor que había provocado”. Ayer, al acabar la mesa redonda, se fundió en un abrazo con Bazzega, huérfano desde los dos años por un asesinato de las Brigadas Rojas.

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Sobre la firma

Mónica Ceberio Belaza
Reportera y coordinadora de proyectos especiales. Ex directora adjunta de EL PAÍS. Especializada en temas sociales, contó en exclusiva los encuentros entre presos de ETA y sus víctimas. Premio Ortega y Gasset 2014 por 'En la calle, una historia de desahucios' y del Ministerio de Igualdad en 2009 por la serie sobre trata ‘La esclavitud invisible’.

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