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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Si és que hi ha cases d’algú…’

Mientras los promotores de Caufec volvían a mirar sus planos, en Barcelona se producía la semana negra de los deshaucios

Casa meva és casa vostra, cantaba Sisa en la celebérrima canción. Una generosidad típica de su generación, que se abrió al mundo antes de que el vendaval del neoliberalismo aconsejara a los jóvenes de los ochenta ganar mucho dinero y comprarse una casa privada. Tarareo la música mientras miro el mapa para situar el proyecto Porta de Barcelona, nombre oficial, o plan Caufec, como lo conocen los vecinos. Está encajado como un guante entre las últimas estribaciones de Esplugues del Llobregat y la montaña doméstica de Sant Pere Màrtir, ya en la capital. Ha resuscitado ahora que la crisis parece levantar la pezuña que aplastaba este tipo de proyectos.

Hace unos años, vecinos más próximos a Sisa que a la promotora, hicieron bulla con sus pancartas, los Mossos cascaron y la cosa acabó en los tribunales ahora mismo, con una absolución para todo el mundo. Esa gente eran ecologistas, entre otras cosas: querían preservar la naturaleza que le queda a Barcelona en la parte alta, esa franja ignota que es Collserola.

El plan Caufec incluye hoteles, centro comercial, torres de oficinas y viviendas de lujo. No sé si mantiene este planteamiento de máximos. El mapa me dice que la zona a construir es una ladera salvaje —pura maleza— junto a Finestrelles, que es un barrio diminuto, cuatro calles verticales, muy simpático, de Esplugues. Del otro lado, ya en Barcelona, hay otro barrio más simpático aún, que si una cierra los ojos le parece que está en Calella de Palafrugell pero sin mar: calles circulares en pendiente, casas blancas, piscinas, el coche aparcado en la puerta. Quiere decir que las dos ciudades se acercaron a la montaña con unos miramientos que el plan Caufec ha olvidado. El plan Caufec le planteó algunas cosas a la Generalitat del 2004, gobierno progresista. Le dijo que por qué no quitamos las torres de alta tensión, ya me encargo, y a cambio me aumentan la edificabilidad. Fue más o menos así. También prometieron pisos de protección y hasta una residencia para descapacitados, total la apuesta era por el negocio, que la crisis dejó en barbecho.

De acuerdo: si alguien tiene que abrir el cajón de los proyectos frenados, es aquel que pretenda hacer producto para ricos, porque, ¿quién va a comprar un piso, si no? Además, hay vecinos que aplauden porque calculan que un centro comercial justo ahí les facilitará la vida. Cada uno ve el mundo como le parece. Pero estamos a las antípodas de la vivienda concebida como bien social, y en algún momento tenemos que empezar a pensar en estos términos. Benvinguts, passeu, passeu.

Mientras los promotores de Caufec volvían a mirar sus planos, en Barcelona se produjo la semana negra de los deshaucios. Recuerdo que hace muchos años, antes de la crisis, el alcalde Joan Clos fue el primero a vaticinarlo. Los pobres se están hipotecando, dijo, y cuando suban los tipos de interés no podrán pagar y tendremos un drama. Era durante la burbuja, que él no reconocía: no hay especulación en Barcelona, afirmaba. No subieron los tipos, se esfumaron los ingresos, pero fue igual: los pobres dejaron de pagar.

El caso es que en Barcelona se estaba produciendo una aberración: que los inmigrantes compraban pisos a los pocos meses de llegar, antes de tener una idea clara de su estabilidad. No es que fueran intrépidos o especialmente ambiciosos: es que no había vivienda pública de alquiler. Todo era compra. Es lo que la gente quiere, decía Clos: si los mando a alquilar me matan.

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Pero la política de izquierdas es también girar los conceptos, modificar las prioridades de la gente. El votante no es un cliente que exige. Ahora es cuando Barcelona se plantea el alquiler, en nuevas construcciones o recuperando los pisos que los bancos guardan con uñas y dientes. Se hicieron inspecciones en Ciutat Meridiana y resultó que la mitad de los pisos visitados estaban ocupados a la brava. No eran okupas, eran familias buscando un techo. Casa meva és casa vostra.

Estamos en un mercado inmobiliario trastocado, enloquecido, donde ya no valen las reglas del capitalismo porque estamos hablando de necesidades casi medievales. Un torrente de gente en la calle. Y si nos acercamos al pleno municipal donde se discute el tema, nos topamos con una ola de demagogia de la oposición —usted no hace nada, señor alcalde— y un parapeto de impotencia por parte del gobierno. Bla, bla, bla. Y parches, pequeños programas.

Lo que hace falta es un pacto entre partes, política, bancos, promotores, expertos, entidades, un gran pacto que diga que no habrá familias obligadas a patear una puerta. Me cuentan que, durante el pleno, Xavier Trias fue leyendo el dossier sobre las “ciudades educadoras” que presentaba a la tarde: es posible. El discurso lo llevaba Antoni Vives, que es sensato y no se deja llevar por las frases fáciles. Pero educan las ciudades que nos protegen. Si és que hi ha cases d'algú…

Patricia Gabancho es escritora.

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