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Usuarios del hospital de Bellvitge se amotinan contra el cierre de camas

“Hay más carga de trabajo y el paciente lo nota”, señala una enfermera del centro

Jessica Mouzo
Una enfermera en la planta 12 del hospital de Bellvitge.
Una enfermera en la planta 12 del hospital de Bellvitge.Massimiliano Minocri

La planta 12 del Hospital de Bellvitge de Barcelona cumple 10 días en pie de guerra. Al grito de “¡Esta planta no se cierra!”, pacientes, trabajadores y entidades vecinales se amotinaron en los pasillos el pasado día 20 y consiguieron frenar la clausura de tres unidades de hospitalización. El cierre de estas tres plantas se incluía dentro del calendario de verano del centro, que prevé dejar sin servicio unas 200 camas. En 2009, Bellvitge tenía 906 plazas. Cinco años después, en este hospital de tercer nivel, de referencia para 343.000 personas, quedan unas 650 abiertas. Los trabajadores, que arrastran tras de sí una retahíla de recortes salariales, reconocen estar al borde del colapso. “Tú intentas que el paciente no note las carencias porque él no tiene culpa de nada, pero tenemos más carga de trabajo que antes y eso sí lo notan”, explica una enfermera de cirugía.

Por su parte, el director gerente, Alfredo García, insiste en que el cierre de camas es una práctica “habitual” en verano debido al “descenso de la presión asistencial” y tacha de “problema estrictamente laboral y salarial” de los sindicatos el conflicto que vive el centro. Los trabajadores lo tienen claro: “Aprovechan los cierres de verano para no reabrir todas las camas en otoño. Dicen que cierran para facilitar las vacaciones del personal. Pues yo se las regalo si eso mejora la asistencia”, explica Antonia, auxiliar de enfermería en la planta amotinada.

Con un presupuesto (276 millones de euros) un 15% inferior a 2009 y la pérdida, según los sindicatos, de unos 500 puestos de trabajo, los empleados acusan en su día a día el ahogo económico que sufren las arcas del centro. “Es una situación caótica. Cada vez se realizan menos intervenciones, la actividad está fatal, las urgencias colapsadas con pacientes en los pasillos, y los profesionales estamos sufriendo una presión brutal. No damos abasto”, resume el presidente de la junta de personal, Ramón Montoya.

Los sanitarios mantienen su anonimato ante “el temor a represalias” que pueden tomar sus superiores. “No protestes, porque te dirán que, al menos, tú tienes trabajo. Hay miedo a hablar. Si criticas algo, a lo mejor no te llaman más”, tercia una enfermera suplente.

Hasta hace poco tiempo, ni agua se servía a los pacientes ingresados. “Antes se daba una botella de 1,5 litros al día, pero dejaron de hacerlo porque decían que también la usábamos los trabajadores. Estuvieron un tiempo sin servir nada y ahora dan dos botellines pequeños por día”, explica una auxiliar.

También la comida se racionaliza al extremo. Cajitas de cartón con un sandwich, un yogur y una pequeña botella de agua cuidadosamente colocadas reposan junto al portabandejas del servicio de urgencias. “Los pacientes que llevan menos de 24 horas ingresados no tienen derecho a bandeja de comida, solo a este bocadillo”, denuncia una enfermera de la unidad.

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Los trabajadores insisten en que la situación es “insostenible para empleados y pacientes” y el cierre de camas ha sido la gota que ha colmado el vaso. Pero la gerencia ha asegurado que mantendrán el calendario de cierre previsto. Ante el enquistamiento del conflicto, los sindicatos se reunirán hoy con la Comisión de Salud del Parlament para que se implique en buscar una solución.

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Sobre la firma

Jessica Mouzo
Jessica Mouzo es redactora de sanidad en EL PAÍS. Es licenciada en Periodismo por la Universidade de Santiago de Compostela y Máster de Periodismo BCN-NY de la Universitat de Barcelona.

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