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Fuera de ruta

Hermana jirafa

Namibia es dos veces España y solo tiene dos millones de habitantes. Un país hecho de desierto, pero lleno de vida. Una aventura entre elefantes marinos y rinocerontes. Y mucha duna, como Big Daddy, de 380 metros

Si los paisajes tuvieran dobles, el de Namibia sería la Patagonia. Tiene sentido. Hace 150 millones de años, la masa terrestre del planeta se concentraba en dos enormes subcontinentes: ­Laurasia y Gondwana. La fragmentación de este último daría lugar a varios de los actuales continentes. De él surgiría África y Sudamérica, que irían separándose como dos hermanos gemelos que la vida fuera distanciando.

Namibia es un país casi con el doble de superficie que España y con tan solo dos millones de habitantes. Tiene frontera con Angola, Zambia, Botsuana y Sudáfrica, y la mayor parte de su territorio es desierto. Namibia tiene la belleza desolada, excesiva y casi metafísica de los espacios vacíos. Una belleza paradójica y radical, un paisaje en el que se encuentran los dos desiertos absolutos del planeta: el de las aguas y el de las arenas. En Namibia confluyen el océano Atlántico y el desierto del Namib, que da nombre al país. Namibia logró su independencia en 1990, dependiendo hasta entonces de la Administración sudafricana. Antes, entre 1840 y 1884, fue colonia alemana; todavía se nota en el aspecto de algunas de sus ciudades. Windhoek, la capital, es una limpia urbe de 200.000 habitantes, la décima parte de todos los del país.

El Namib, para muchos el desierto más antiguo del planeta, tiene la duna más elevada de la Tierra, la número 7, Big Daddy, 380 metros de altura

Desde la avioneta que nos traslada al lodge del desierto del Namib todo es un inmenso mosaico abstracto. Masas de tonos beis, marrones, cobrizos y púrpuras. De cuando en cuando, unas perfectas líneas blancas cruzan el territorio, sobreponiendo una artificiosa geometría en un paisaje indómito y hostil: son las pistas de tierra que enlazan los remotos rincones de la llanura.

Los blanquecinos meandros de los cauces fluviales secos rubrican con sus curvas un paisaje de sabana predesértica. Pequeñas granjas motean en verde, rojo y azul la planicie, a veces separadas por centenares de kilómetros. Doscientos metros debajo de nosotros, manadas de cebras. Aterrizamos en una pista de tierra en mitad de la nada africana. Nuestra avioneta es una mariposa blanca posada en un prado infinito.

La duna 45 del desierto del Namib, de la que se dice que es la duna más fotografiada del mundo.
La duna 45 del desierto del Namib, de la que se dice que es la duna más fotografiada del mundo.Bruno Cossa

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El lodge en el que nos alojamos (Beyond) está situado en una suave ladera que domina un amplísimo valle poblado de antílopes, cebras, jirafas… y algún que otro guepardo. Hacia las ocho de la mañana, la fauna local comienza a concentrarse en los abrevaderos situados frente a las terrazas del lodge. Durante el desayuno en el porche, los animales desfilan ante los viajeros.

Para visitar las dunas del Namib hay que levantarse pronto (a las 5.30) y hacer cerca de dos horas de coche hasta llegar al parque nacional de las dunas. Las montañas se desperezan y la salida del sol y el aumento de la temperatura disipan el velo neblinoso que lo envuelve todo. Los colores del desierto empiezan a estallar. Las cumbres cenicientas, las praderas doradas, el ámbar intenso de las dunas. Las principales están numeradas y las menos relevantes reciben el nombre de algún notable del lugar. Ejemplares de órix, avestruces y gacelas campan por los llanos que preceden a uno de los más llamativos espectáculos de dunas del mundo. El Namib, para muchos el desierto más antiguo del planeta, tiene la duna más elevada de la Tierra, la número 7, Big Daddy, 380 metros de altura. El paisaje tiene algo de extraterrestre. Amable y terrible, desconcertantemente bello. Las dunas parecen chocolate caliente derramado sobre el terreno. Olas de arena.

En Cape Cross, hay tantos lobos marinos como habitantes en toda la costa de los Esqueletos, más de 50.000

Recorriendo el cauce seco del río, el 4×4 avanza surfeando el lecho arenoso entre acacias y avestruces. Subimos a la gran 45. A ambos lados de su cumbre, lechos cuarteados que en tiempos fueron remansos del río rojo. Las prolongadas sequías y el implacable avance de las dunas han desecado los viejos humedales, convirtiendo estos espacios en cementerios de arcilla blanca donde se exhiben los esqueletos de las acacias que en épocas pasadas poblaron el lugar. Es el Deadvlei.

JAVIER BELLOSO

Dejamos Sossusvlei y nos dirigimos a Swakopmund. Volamos a baja altura; poco a poco, la arena va mutando de crema pastelera a nata montada hasta, por fin, llegar al mar. El desierto viene a morir al océano. Es la costa de los esqueletos. Aquí naufragan barcos y varan ballenas. Pero estas aguas frías y tempestuosas también albergan mucha vida. El caladero de Namibia es conocido por su enorme riqueza marina. Grandes bancos de toda clase de peces, cetáceos y, por supuesto, innumerables colonias de lobos marinos pueblan estas costas. Dos horas al norte de Swakopmund, en Cape Cross, hay tantos lobos marinos como habitantes en toda la costa de los Esqueletos, más de 50.000. Esta gran colonia reúne hasta agosto hembras y jóvenes crías. En septiembre llegarán los gigantescos machos para iniciar la época de celo y de las grandes disputas por los harenes. De cara al mar, hasta donde alcanza la vista, todo está lleno de lobos marinos. El mar, las rocas, todo. Los sonidos repetitivos de las crías recuerdan los balidos de oveja. El olor es intenso y acre. Las crías se reúnen en guarderías vigiladas por algunas hembras. Los ejemplares jóvenes practican zambullidas. Las olas devuelven a las rocas los brillantes cuerpos de estos pacíficos mamíferos. El agua es un estruendoso ir y venir.

Volvemos a Swakopmund. Las alternativas de la tarde son diversas: pasear en quad por las dunas o descenderlas en plataformas deslizantes; pescar desde la costa o desde el mar; salir a las dunas para localizar a los “cinco minúsculos” (geco, serpiente, escarabajo, camaleón y araña) por oposición a los tradicionales “cinco grandes” de otras reservas africanas (leopardo, león, elefante, búfalo y rinoceronte). Al final realizamos una incursión en el desierto con un guía naturalista que nos ilustra sobre la fauna y flora de las dunas. La expedición incluye una espectacular exhibición de conducción sobre arena que encoge el estómago de los ocupantes del 4×4. Es como si estuviésemos en una montaña rusa. Desde lo más alto de la duna más elevada contemplamos una magnífica puesta de sol con el océano al fondo.

Las Damara Granite son unas formaciones geológicas que vistas desde el aire parecen un gigantesco fósil

Tras cenar en The Tug, uno de los dos mejores restaurantes de la ciudad, la mañana del día siguiente la dedicamos a realizar un vuelo panorámico por la costa de los Esqueletos. Además de divisar colonias de focas, esqueletos de barcos y ballenas, el objetivo es tratar de localizar alguna manada de elefantes del desierto. Durante el vuelo podremos ver muchas otras cosas de interés, desde las minas a cielo abierto más grandes del mundo hasta la montaña más alta de Namibia, Brandberg Mountain, de 2.580 metros. Al sobrevolar esta montaña sagrada, el albero infinito del desierto aparece repentinamente pavimentado con un gigantesco y antiguo adoquinado granítico. Son las Damara Granite, unas formaciones geológicas que vistas desde el aire parecen un gigantesco fósil. En medio de esta costra se divisa el zigzagueante cauce del Fish River, que alberga la única franja verde en cientos de kilómetros. Seguimos los meandros del río, hundido en profundos desfiladeros, hasta descubrir pequeños vergeles ocultos; recónditos remansos de agua y verdes praderas. Un idílico escenario donde una familia de seis elefantes ramonea y se baña tranquilamente. El descubrimiento anima al piloto a realizar algunos giros, un tanto comprometidos, para dejarnos ver un par de veces a los paquidermos. Es un momento gozoso. Continuamos el vuelo ya de regreso a Swakop­mund sobrevolando la monumental colonia de lobos marinos con una sensación de haber conseguido un trofeo fotográfico.

El desierto de Namib visto desde una avioneta.
El desierto de Namib visto desde una avioneta.Rafael Pola

En busca del rinoceronte. Tierra adentro, Rhino Camp es una reserva privada de naturaleza. Aunque Namibia cuenta al norte con la importante reserva natural de Etosha, Rhino Camp, aun siendo menor en extensión, es más auténtico, menos turístico y comercial. Nada más aterrizar en la polvorienta y solitaria pista, nos desviamos para descubrir un solitario y viejo elefante macho. El instante tiene una magia especial porque estamos completamente solos contemplando en silencio a un formidable ejemplar.

El lodge en el que nos alojamos solo tiene seis tiendas de campaña, magníficamente equipadas. De alguna manera te sientes como los pioneros africanos.

Una docena de jirafas adultas posan para la foto. Poco después, en un cauce seco, localizamos un par de viejos elefantes desayunándose tranquilamente medio árbol de mopane

Está amaneciendo. Nada más salir del campamento, al descrestar una colina, aparece ante nosotros una sinfonía de cuellos y manchas. Una docena de jirafas adultas posan para la foto. Poco después, en un cauce seco, localizamos un par de viejos elefantes desayunándose tranquilamente medio árbol de mopane. El único ruido es el parsimonioso masticar de estas inmensas moles grises. Si no moviesen de vez en cuando las orejas para ventilarse, no se podría distinguir a estos animales de dos enormes rocas graníticas. Por delante de nosotros, tres trackers se encargan de buscar el rastro fresco de los animales que nos interesa localizar. Con una simple mirada a la bosta de un elefante saben decirte el tamaño del animal, su sexo y edad aproximada, además de su estado de salud y el tiempo que hace que pasó por aquí. Los hábiles pisteros bajan del vehículo en el momento en el que creen que puede haber un animal cerca para señalarnos su emplazamiento exacto.

Piscina en un 'lodge' en el desierto de Namibia.
Piscina en un 'lodge' en el desierto de Namibia.Rafael Pola

Queríamos ver rinocerontes, pero las huellas que hemos encontrado y seguido no nos han llevado al deseado encuentro. Hace ya casi 14 horas que patrullamos sin suerte este paisaje que recuerda la Luna o las arenas de la isla de Fuerteventura. Al caer la tarde emprendemos la vuelta al lodge. A lo lejos vemos cómo el jefe de los trackers hace señales a nuestro guía para que descendamos del todoterreno. Muy lentamente, en fila india, nos acercamos a ellos. Al parecer han localizado un rinoceronte macho en el límite de la mancha verde de un frondoso valle y van a tratar de enseñárnoslo. Los rinocerontes tienen mala vista, pero un extraordinario olfato y un gran oído. Parece que este nos ha olido, o escuchado, ya que se muestra inquieto. Uno de los trackers se acerca más para llamar su atención, mientras nuestro guía nos lleva silenciosamente hacia un mirador natural. El rino sale de entre la vegetación y emprende una polvorienta carrera en dirección a los pisteros. Amenaza con cargar un par de veces. Es uno de esos instantes que recuerdas para siempre.

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