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Tribuna
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El alma inconfundible

Cualquier salida para la cuestión catalana debe reconocer que Cataluña puede considerarse una nación. Pero en un mundo globalizado, la creación de un Estado no es la única posibilidad, ni siquiera la más ventajosa, para una nación consolidada

Javier Moreno Luzón
EULOGIA MERLE

 Las naciones, se pongan como se pongan los nacionalistas, no son eternas. Tampoco muy antiguas, pues aparecieron como comunidades políticas a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, en el espacio abierto por las revoluciones liberales. Pronto quedó claro que la legitimidad nacional resultaba imprescindible para cualquier Estado o Gobierno, que las fórmulas de la monarquía absoluta habían caducado y que la opinión pública se abría paso como actriz principal. La llegada de la política de masas, con democracia o sin ella, hizo de lo nacional una verdadera obsesión colectiva. Los nacionalismos se empeñaron en construir sus propias naciones, en nacionalizar a los ciudadanos a través de la incansable difusión y reinvención de sus señas identitarias. Desde las instancias estatales y desde la sociedad civil.

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El catalanismo no tuvo nada de excepcional. Surgido en los últimos años del Ochocientos, época dorada de los movimientos nacionalistas de matriz romántica, apostó por una identidad anclada en la historia y en la lengua. Se expandió por medio de asociaciones culturales y estableció sus símbolos: la senyera, basada en el escudo histórico; el himno de Els Segadors, que reinterpretaba una canción de la guerra de 1640; y la diada del 11 de septiembre en memoria de los adalides de los fueros derrotados en 1714. Los partidos catalanistas irrumpieron en la escena política española al arrancar el Novecientos y desde entonces, siempre que ha habido un Parlamento abierto, han protagonizado muchas de sus funciones.

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El españolismo tendría que adoptar otras formas, más atractivas para la ciudadanía

Como otros congéneres, el nacionalismo catalán ha manipulado la historia para reducirla a un relato simple y efectivo: el de una nación pequeña, humillada una y otra vez por el Estado español, en una secuencia que se repite desde el conde-duque de Olivares hasta Mariano Rajoy. A este lado, un organismo vivo, Cataluña, en defensa de su libertad; más allá, sus enemigos, los opresores centralistas. Nada que sorprenda a quien conozca los usos del pasado en la política contemporánea, abonados con frecuencia por historiadores afectos a la causa. Hoy todavía nos abochornan ilustres intelectuales que, al hablar de un Estado-nación en el siglo XIII o de una democracia truncada al iniciarse el XVIII, reproducen conductas inveteradas, tan estériles para el conocimiento como útiles para la propaganda.

A juicio de los patriotas, el núcleo de esta longeva nación reside en la lengua, encarnación de su alma inconfundible. El catalán es el idioma de Cataluña, pese a que buena parte de sus habitantes hable castellano y a la diglosia generalizada. En contraste con otros nacionalismos que primaban la religión o la raza, la custodia y la extensión de este rasgo cultural han hilvanado uno de los hilos conductores del catalanismo, que normalizó la lengua y sueña con su hegemonía. Desde que empezó a gobernar instituciones públicas, como la Mancomunitat fundada en 1914, hizo de ellas vehículos de nacionalización que primaban la enseñanza en catalán, mejor exclusiva que compartida. Aunque ello supusiera incumplir leyes o sentencias. La educación, instrumento ideal para convencer a los catalanes de que no tienen más patria que Cataluña, ha sido y es innegociable.

En la esquina opuesta, la construcción nacional española ha tenido una trayectoria muy distinta, pero entrelazada con la catalana. No disponía de la nación más antigua del mundo, como proclaman los españolistas, pero sí de un Estado. La escasez de recursos y la desconfianza de los grupos conservadores ante la política moderna retrasaron el empleo de herramientas como la escuela y el ejército. Justo cuando surgía el catalanismo, las autoridades centrales ponían en marcha planes nacionalizadores que abarcaban la mejora educativa, el servicio militar obligatorio y numerosas conmemoraciones patrias. El nacionalismo español reivindicó igualmente características primordiales, como la fe católica —el nacional-catolicismo— y la lengua castellana. Para Miguel de Unamuno, ese idioma era “la sangre del espíritu” hispano. No por reactivo menos fuerte, el españolismo se concretó en proyectos autoritarios, pero también en fórmulas democráticas, comprensivas con las fuerzas catalanistas que ayudaron a proclamar la República.

El catalanismo ha fracasado en una de sus metas, la de moldear una sola identidad

Estos conflictos y acomodos se transformaron bajo la dictadura de Franco. A pesar del respaldo que obtuvieron del catalanismo de orden, los franquistas —herederos de una España intolerante— trataron de acabar con el peligro separatista y de españolizar por la fuerza a los catalanes en aulas y cuarteles, o sirviéndose de la prensa, el cine y la televisión. De este modo, la sociedad civil catalanista, cuya pujanza permitió a su empresa sobrevivir en tiempos oscuros, se convertía en parte substancial de la oposición al dictador, mientras su nacionalismo se adornaba con un aura progresiva que aún conserva. En cambio, los discursos españolistas resultan sospechosos, manchados por la abducción de sus argumentos y símbolos por parte del franquismo. Estereotipos injustos, pero perdurables, sobre todo en Cataluña.

Ya en democracia, los catalanistas han recuperado su vocación nacionalizadora. La de “fer país”, tan grata a Jordi Pujol. A cambio de participar en el juego constitucional, obtuvieron para la renacida Generalitat amplias competencias en materia de enseñanza, sustentadas sobre un consenso interior que impide a los castellanohablantes educarse en su lengua materna. Ha sumado otros resortes de poder, medios de comunicación afines y un asociacionismo crecido en su afán de catalanizar a una población más heterogénea que nunca a causa de las migraciones. El resultado ha sido un éxito muy notable; la mayoría de los catalanes concibe Cataluña como una nación. Para muchos se trata de una patria inmemorial, marcada por su idioma —“que hace ochocientos años tiene su propia lengua”, se justificaba Josep Guardiola— y que debería ser soberana. El vocabulario que alude a España como a un ente ajeno, tan habitual estos días, ratifica esos avances.

Cualquier salida para la cuestión catalana tiene que partir de este reconocimiento: tras más de un siglo de nacionalismo y tres décadas y media de autogobierno, Cataluña puede considerarse una nación. Eso no quiere decir que se mantenga así para siempre, puesto que las construcciones nacionales evolucionan en diferentes sentidos. Si no llega a materializarse su independencia, el españolismo podría adoptar otras formas, más atractivas para la ciudadanía, y la integración europea atenuar el cultivo onanista de las distinciones. Además, el catalanismo ha fracasado en una de sus grandes metas, la de moldear con una sola identidad a los catalanes, pues al menos dos tercios también se sienten en alguna medida españoles. En este mundo globalizado e interdependiente, sin soberanías completas, la creación de un Estado no es la única posibilidad, ni siquiera la más ventajosa, para una nación consolidada. Hasta hace poco, el grueso de los catalanistas descartaba con razón semejante propósito, cargado de incertidumbres.

Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.

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