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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Novela, música y poesía

Las notas que a lo largo del tiempo ha ido escribiendo el último premio Cervantes han servido para alimentar una obra en la que ha manifestado interés por las más distintas formas de expresión y por el pensamiento

EDUARDO ESTRADA

Uno. La relación entre poesía y novela parte de un hecho diferencial: mientras la segunda no cabe en el ámbito estricto de la primera, la poesía a la inversa sí. La prosa de aquella puede asumir un ritmo poético si el autor dispone de un oído musical abierto a los diferentes registros del habla e invita a una lectura en voz alta. Desde la cadencia y el uso de símiles que hallamos en Faulkner a la concepción de la obra total como un vasto poema conforme al modelo de La muerte de Virgilio de Broch el abanico de posibilidades es infinito.

Releyendo recientemente Bajo el volcán de Malcom Lowry encontré imágenes (“nubes como cisnes sombríos”) de belleza conmovedora. Al dar con la “súplica muda de los alcornoques” evoqué el tronco descorchado rojizo de los que contemplaba en los veraneos de mi niñez e imaginé al punto los del Parque Natural de la Almoraima con su imploratorio ademán ante la crasa barbarie que los amenaza: la devastación de aquel bello paraje ecológico en aras del insaciable apetito inmobiliario que nos llevó a la maldita burbuja. Un hotel de cinco estrellas con bungalows, piscinas y campos de golf destinados, a falta de un hipotético comprador indígena, a algún honestísimo magnate ruso o a un jeque golfante de los del Golfo.

Dos. Si, salvo raras excepciones, el relato anterior a Cervantes era como un instrumento musical de una sola cuerda, nuestro primer escritor inventó otro en el que diversos instrumentos se conjugan de forma armónica: el de esas variaciones sinfónicas que se impondrían en la narrativa del siglo XIX. La novela como sinfonía alcanzó su cumbre en dicha centuria. Ulises marca también un punto de inflexión que pone fecha de caducidad a la reiteración de las formas narrativas de Balzac y Galdós. Sin su novedad constitutiva la obra de arte cesa de existir aunque el público lector, atento solo a la trama argumental de la novela que tiene entre las manos, no se percate de ello.

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Tres. Paul Valéry definía el poema como “una oscilación entre el sentido y el sonido”. Tal formulación, aunque válida, es solo aproximativa en cuanto no abarca la complejidad de los problemas que nos planteamos. ¿No sería mejor por ejemplo hablar de conjunción de intensidad semántica y belleza musical? La poesía, según la concebimos a partir de Baudelaire, comprende una gama de registros distintos, pero excluye todo tipo de retórica y didactismo, por no hablar de la facilidad ripiosa en la que tanto incurrieron nuestros románticos. Es, por decirlo así, una poesía antilírica, centrada en un esfuerzo de decantación. Dicho esfuerzo por partida doble —reducción del vocabulario y ahondamiento de la relación sintáctica en el interior de éste (Kundera dixit)— marca con su sello inconfundible la modernidad intemporal a la que aspira el poeta: libre de toda ornamentación verbal, del jadeo cansino de quien estira el verso para alcanzar la meta de cumplir ingenuamente consigo mismo o de responder a la espera del público (tal fue el caso a veces de Victor Hugo y en nuestra lengua del Neruda propagandístico).

Lo que nos dice San Juan puede ser interpretado de modos muy distintos sin alterar por ello la unidad

Cuatro. Como esa flor que milagrosamente se abre paso entre el agrietado alquitrán al borde de un sendero así la belleza del poema emerge con fuerza del subsuelo que abriga lo clandestino. Es el murmullo que llega a nuestro oído en medio del ruido mediático de lo inane y efímero. Trabajar con la palabra es volver al arte humilde del calígrafo, a la época en la que el material prefabricado no existía y el arte surgía con sencillez de las manos curtidas del artesano.

El artista, ya sea músico, poeta o novelista que abandona el recurso a las cláusulas del canon establecido y se exilia del mismo, busca como un zahorí la radicalidad del origen, de lo increado que aguarda con paciencia el acto virtual de la creación.

Cinco. “Lo que importa en un poema”, dice I. A. Richards citado por Eliot, “no es nunca lo que dice sino lo que es”. La observación se ciñe escrupulosamente a la verdad y vale tanto para Góngora como para San Juan de la Cruz. El argumento de Las soledades (¿cabe hablar de él en la inabarcable creación gongorina?) carece de relevancia. La obra es lo que es, una extraordinaria construcción verbal entretejida de tensiones semánticas que el artífice ha elaborado con enrevesada nitidez. Lo mismo se aplica al verbo alquitarado de San Juan: lo que nos dice puede ser interpretado de modos muy distintos sin alterar por ello la unidad y substancia de lo que es (la interpretación del autor en su prólogo a Canto espiritual es una entre mil otras y en vez de aclarar su sentido lo complica y extravía al lector y al otro posible destinatario del mismo: el señor inquisidor).

Seis. Mientras redacto estas notas releo a Octavio Paz: pocos escritores han señalado con tanta justeza y nitidez la urgencia de introducir el pensamiento crítico del lenguaje en el ámbito de la creación poética y novelesca e, inversamente, de una aconsejable dosis de imaginación en el pensamiento crítico. Lo que en los medios de comunicación se vende por crítica es una mera apreciación subjetiva, y a veces venal, carente en cualquier caso del conocimiento interdisciplinario y de la sensibilidad indispensable para captar el significado de la obra en el contexto de la evolución de los géneros. Dicha seudocrítica mide a menudo la importancia de un libro por el número de quienes lo adquieren obviando el hecho de que una cosa es la innovación y otra muy distinta la visibilidad y apoteosis mediática. La mayor parte de las obras que se imponen en el mercado pertenecen al “género de las ya leídas antes de haber sido escritas”: simple reiteración, pura redundancia. Pero vuelvo a Octavio Paz y a su reflexión luminosa en unos tiempos en los que la mediocre cultura ambiental y la indigencia crítica reducen la vida literaria a los avatares de una grotesca y pueril competición deportiva (Fulano de tal “triunfa” en Fráncfort, Mengano bate récords de venta en su caseta-jaula del zoo-Feria de Madrid, etcétera): “Prosa y poesía libran en el interior de la novela una batalla, y esa batalla es la esencia de la novela: el triunfo de la prosa convierte a la novela en documento psicológico, social o antropológico; el de la poesía la transforma en poema. En ambos casos desaparece como novela. Para ser, la novela tiene que ser al mismo tiempo prosa y poesía, sin ser enteramente ni lo uno ni lo otro”.

Una cosa es en un libro la innovación y otra muy distinta la visibilidad y apoteosis mediática

Siete. El lector de la gran poesía se adentra en un mundo que exige de él una sensibilidad, rigor y experiencia que trascienden las coordenadas de la época y del ámbito local. Los lectores apresurados de ella suelen errar y transmitir su yerro a las generaciones sucesivas. Consulto, porque lo tengo a mano, Función de la poesía y función de la crítica de T. S. Eliot traducido hace más de medio siglo a nuestra lengua por Jaime Gil de Biedma: “La persona de experiencia limitada está siempre dispuesta a dejarse engañar por la falsificación o el artículo adulterado y así vemos generación tras generación de lectores bisoños engañarse con lo ficticio y amañado de la propia época, prefiriéndolo incluso, por ser más fácilmente asimilable, al producto genuino”.

La obra de San Juan de la Cruz y de Góngora, por citar dos ejemplos, no incidió en la de nuestros poetas de los siguientes siglos y público y crítica se extasiaron en cambio ante Espronceda (“un piano tocado con un solo dedo”, dijo de él con humor Eugenio d’Ors) y aún ante Zorrilla (“una pianola”, añadiría d’Ors, “y como el que se cansa pedaleando es él...”). Con todo, el verdadero poeta obliga a regresar a la fuente de la que mana el verso. Leer poesía es avezarse al arte del regreso, a la vuelta atrás. La verdadera poesía, como el vino añejo, se decanta y mejora con el tiempo.

Ocho. “Considero el verso una cosa intermedia, un paso de la música a la prosa. En la prosa hablamos libres. Podemos incluir ritmos musicales y, a pesar de ello, pensar. Podemos incluir ritmos poéticos y, sin embargo, estar fuera de ellos. Un ritmo ocasional de verso no estorba a la prosa; un ritmo ocasional de prosa hace tropezar al verso” (Fernando Pessoa, Libro del desasosiego, traducción de Ángel Crespo).

Juan Goytisolo es escritor. Acaba de obtener el Premio Cervantes de Literatura.

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