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Miseria y discapacidad: el mayor reto para una escuela

Un 5% de los niños del mundo tiene limitaciones físicas o psíquicas. En la República Dominicana comienzan a tratar de integrarlos en aulas regulares

Pablo Linde
Dos estudiantes del aula de recurso del Colegio Minerva Mirabal de Santo Domingo.
Dos estudiantes del aula de recurso del Colegio Minerva Mirabal de Santo Domingo.Orlando Barria

Pilar grita: "¡Silla! ¡mesa! ¡pizarra!". No chilla, más bien vocifera con entusiasmo las respuestas correctas mientras su maestra va señalando dibujos en una cartulina para que los escolares los identifiquen. Tiene 13 años y está en clase, pero reúne muchas condiciones para que se hubiera quedado toda su infancia en casa, como les sucede a muchos niños de su entorno en una situación similar. Pilar tiene síndrome de Down. Nació en un país en desarrollo, la República Dominicana. Y vive en un barrio marginal, donde la mayoría de las calles no tienen asfalto y casi todas las casas carecen de ladrillos. Discapacidad y miseria. Difícil cóctel.

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Miguel aparenta, por su cuerpo, nueve o 10 años. Asegura tener 14 y es probable que no mienta, ya que la desnutrición afecta a muchos niños del barrio en el que se ofrece a hacer de improvisado guía: Cerros del Paraíso, el mismo donde vive Pilar. Es una parte del sector de Sabana Perdida, de 200.000 habitantes, que mezcla construcciones ruinosas con multitud de chabolas que quedan inundadas hasta los tejados de lata con las crecidas del río Ozama, el principal de Santo Domingo. Lo primero que viene a la cabeza al ver a Miguel deambulando entre las casas hechas con retales de madera y chapa a las diez y media de la mañana es que no está escolarizado. Pero entre los muchos problemas del barrio, el absentismo no es uno de ellos. Al menos, no está generalizado (en el país la tasa de asistencia neta es del 92%, 12 puntos más que en los noventa pero tres por debajo de los objetivos mínimos de la Unesco). Lo que sucede es que muchos colegios, como el Minerva Mirabal —donde acuden Miguel y Pilar— tienen dos turnos: matutino y vespertino. Así aprovechan al máximo las exiguas infraestructuras de un sistema superpoblado, con aulas que en ocasiones rebasan los 50 alumnos.

En ellas, atender a una alumna como Pilar es muy complicado. "Ahora mismo, totalmente imposible", corrige Adelina Rodríguez, su maestra. Hasta hace poco más de un año, los alumnos con discapacidad del barrio tenían dos opciones: acudir a uno de los 76 colegios especiales de la República Dominicana o, como les sucedía a muchos de ellos, quedarse en casa. "Es una cuestión educacional. Los padres no saben qué hacer, piensan que no van a poder aprender y con frecuencia ni siquiera se les ocurre llevarlos a la escuela", argumenta Lissette Núñez, oficial de educación de Unicef en el país. En el país un 4,5% de la población entre dos y nueve años sufre alguna discapacidad, según el Fondo de la Infancia de Naciones Unidas. Es un problema generalizado para los países en desarrollo. No existen datos homogéneos y exhaustivos, pero los que hay muestran que un 5% de los niños del mundo, 93 millones, se encuentra en esta situación. En palabras de Luis Arancibia, director de Entreculturas, son el grupo “más excluido y el que sufre de forma más drástica la falta de voluntad política”.

Pilar tuvo suerte. En el colegio de su barrio, un proyecto que comenzó hace un par de años promovido por el Ministerio de Educación de la República Dominicana trata de integrar alumnos con discapacidad en el sistema. Han habilitado lo que denominan un aula de recurso, en la que 12 niños en turno de tarde y 11 en la mañana aprenden a leer y a escribir de la mano de cinco profesionales que se dedican plenamente a ellos: cuatro profesoras y una psicóloga. Tratan de aportarles los conocimientos necesarios para integrarlos en un curso regular, en función del nivel que alcancen.

En el caso de los discapacitados psíquicos, el primer paso es enseñarles normas de conducta

Carmen (su nombre, como el del resto de los menores del reportaje, está modificado) es autista. Su labio leporino dificulta un poco más su comunicación con los compañeros, ya que tiene fallos en la dicción. Compartía aula con Pilar hasta hace unos meses, pero ya está integrada en segundo grado. Su nivel era de tercero, pero la clase de este curso estaba demasiado poblada y el cambio le resultaría “demasiado brusco”, según su antigua maestra. La nueva, Ana Mercedes de la Cruz, relata que tardó poco en integrarse: “El primer día no quería leer. Le daba vergüenza. Pero al segundo o al tercero fue ella misma quien me lo pidió”. Dariani, una niña de siete años que ahora es compañera de curso de Carmen, asegura que el resto de los alumnos también pone de su parte: “Nosotros intentamos ayudarla con su tarea y a portarse bien, le enseñamos que nunca hay que hacer cosas malas. Ella es buena y estudia mucho”.

La conducta es lo primero que deben trabajar los educadores cuando los niños llegan al aula de recurso. “Es un trabajo muy diferente al de una clase regular. Muchos de estos escolares no están acostumbrados a socializar. No es que sean malos, es que simplemente desconocen cómo comportarse. Los autistas, por ejemplo, tienen que aprender a interactuar; insistimos en que deben estar sentados en la silla cuando corresponde, en que se han de llevar bien con los compañeros y no agredirles”, explica Rodríguez.

A partir de ese momento comienza una labor pedagógica que se va adaptando a lo que el niño puede dar. Paciencia. Es probablemente una de las palabras que mejor define la labor de las educadoras de esta aula, donde repiten una y otra vez conceptos para que los alumnos los vayan asimilando. Cada uno a un ritmo diferente. “Ahora estoy…”, dice una profesora mientras se mete en el cuadrado de hilo cuyos vértices sostienen cuatro escolares. “¡Dentro!”, grita el resto, liderados por la voz de Pilar, que quiere impresionar a la visita. Y así una y otra vez. Dentro, fuera. Arriba, abajo. Silla, mesa, pizarra. Verde, blanco, rojo. Círculo, cuadrado, triángulo. Formas, colores, espacios, objetos que van asimilando antes de dar el salto a su representación simbólica: las letras.

El proceso de leer y escribir será todavía más lento, pero cada caso de éxito es un motivo de orgullo para sus profesoras (todas son mujeres en el aula de recurso). En poco más de un año ya son cuatro los alumnos del aula que han pasado a distintos cursos regulares del centro. Cuatro niños que hasta hace un par de años solo sabían lo que era un colegio de oídas y hoy aspiran a obtener el graduado escolar.

El problema es que son cuatro excepciones. Incluso los que todavía no han conseguido llegar a las aulas regulares son casos aislados que no pueden tomarse ni mucho menos como la norma en el país. Hay cientos de niños con alguna discapacidad, física o psíquica, que continúan escolarizados en los centros de educación especial que el Gobierno pretende sustituir por estas aulas de integración. La situación no es exclusiva de países en desarrollo como la República Dominicana. España, sin ir más lejos, tiene aún mucho camino por andar en la integración de alumnos en centros regulares. Pero es un trayecto todavía mucho más largo en situaciones de pobreza, donde es frecuente que a las familias ni siquiera se les ocurra llevar al colegio a estos menores, algo que afecta al 36% de los menores discapacitados del país.

En la República Dominicana aún no está sistematizada la captación de estos menores para escolarizarles

Quienes van al Minerva Mirabal lo hacen prácticamente por casualidad. La directora del centro, Cruz Bonilla, explica que los 23 escolares del aula de recurso llegaron allí porque “se fue regando la voz”. “Los padres se enteraron de que pusimos en marcha la iniciativa y los trajeron”, dice. Y así sucede con los nuevos alumnos que allí acuden: funciona el boca oreja. De momento, el único condicionante para la admisión es que tengan alguna “condición”, como síndrome de Down o autismo, que se determina mediante unas pruebas neurológicas y psicológicas gratuitas.

Pero no está sistematizada la vía para localizar y captar a estos niños. Es probable que decenas de ellos estén en casa y que sus padres ni siquiera conozcan su grado de discapacidad ni en qué medida podrían avanzar en la escuela. Una de las causas es que uno de cada cinco niños de la República Dominicana no está inscrito. Oficialmente no existe. La única forma de encontrarlos para que vayan al colegio es acudir casa por casa, algo particularmente complicado en este barrio que el presidente Balaguer construyó a finales de los años sesenta para realojar a familias chabolistas. Con el tiempo, los alrededores de los inmuebles se fueron poblando de infraviviendas similares a las que habitaban antes y el distrito se convirtió en lo que hoy los medios dominicanos califican como el “sector más violento de Santo Domingo”. Muchos vecinos vendieron sus pisos para sobrevivir durante un tiempo y se instalaron en alguna de las chozas que han florecido como champiñones en la ladera del río Ozama, sin calles, sin orden, sin electricidad ni agua corriente, en muchos casos.

Escolarizar a todos los menores discapacitados “es un trabajo laboriosísimo”, en palabras de Nina Rodríguez, coordinadora de la Dirección de Educación Especial del Ministerio de Educación de la República Dominicana. Su departamento ya se ha puesto a trabajar en una labor cuyo final no tiene ni siquiera fecha prevista. En principio han reforzado los Centros de Atención a la Diversidad (CAD) que, con el asesoramiento de Unicef, fortalecen las capacidades técnicas de los docentes que más tarde trabajarán con los alumnos en las aulas. Existen nueve y cuatro más están a punto de comenzar a funcionar. La meta es que cada 18 regiones educativas del país tengan un CAD.

El Ministerio está embarcado en una reforma integral del sistema educativo. Uno de los cambios que están a debate afecta plenamente a los alumnos discapacitados. Actualmente, la ley obliga a dejar la educación primaria a los 15 años, independientemente de que hayan finalizado los estudios. Esto saca del sistema a muchos escolares. Es especialmente problemático para alumnos que se han incorporado tarde, como les sucede a la mayoría de los que habitan el aula de recurso de Minerva Mirabal. A Pilar, que grita con energía los conceptos pero todavía no ha aprendido a leer ni escribir, le quedarían menos de dos años para conseguirlo y sacarse el graduado, una meta prácticamente imposible.

Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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