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“Yo leí a Einstein en chino. Toda esa física era trasladable a la filosofía”

Encuentro con Xingjian, el primer chino que ganó el Premio Nobel de Literatura que vive exiliado en París desde 1987

Jesús Ruiz Mantilla
Gao Xingjian.
Gao Xingjian.Vanessa Montero

Gao Xingjian es un entusiasta de la vida que ama el absurdo. A los 17 años había devorado muchos mundos dentro de lo que después sería el suyo: la literatura. Era la forma más práctica de escapar al entorno de la Revolución Cultural en que fue criado.

La China de los años cuarenta no debía de ser amable para un niño. Pero si éste contaba con una rica imaginación, podía arreglárselas para evadirse, formarse y soñar con un universo que le arrebataba con la fuerza de lo real y el elixir de lo imaginado.

Con el tiempo, en el año 2000, ganó el Premio Nobel, algo que ni se comentó en China. Los compromisos casi le llevan a la muerte por pura presión. Pero se salvó, y desde entonces tuvo tiempo para disfrutar el hecho de haber sido traducido a 40 lenguas o representado en más de cien ocasiones en todo el mundo. En la Alhóndiga de Bilbao, donde mantenemos un encuentro cálido, se le nota feliz y satisfecho con su cosecha.

Me contaron que después de haber ganado el Nobel enfermó usted gravemente. ¿De qué? Me puse muy mal. Fue toda una avalancha de medios, de actos, debía aguantarlo todo y no renunciar a nada. Fue un ciclón que me arrastró y no daba abasto. Se me produjo un problema vascular y me ingresaron de urgencia porque notaba molestias oculares. Me sometí a todo tipo de pruebas y a dos operaciones quirúrgicas, fue un problema con las carótidas.

¿Cómo se curó? En un tiempo prudencial y en manos de buenos cirujanos, me recuperé hasta quedar estable. Pero también con un régimen estricto, sin comer carne ni derivados de la leche. Fuera el alcohol y el tabaco, y yo era un fumador compulsivo.

Pero antes de eso, ¿no era usted zen? Sí, sí.

¿En otra vida? También fui un gran comedor y un fumador desatado.

¿Qué cura mejor? ¿El arte, el teatro, la narrativa? Todo es una pasión, un divertimento. El arte, desde niño era mi pasión. Desde que era pequeño, me metía en todo. Tocaba el violín, con cinco años hacía teatro, aunque el único espectador fuera mi padre. Empecé a escribir a los ocho. Me lo impuso mi madre: que hiciera un diario. Con la Revolución Cultural todo eso se me acabó. Pero recuerdo mi primera ficción, tenía 10 años y me regalaron un cuaderno con hojas blancas, sin líneas, y empecé a escribir la aventura de un niño que no quiere crecer, como Peter Pan, acompañada de dibujos. Me divirtió mucho.

¿Ahí supo que se convertiría en escritor? Simplemente lo disfruté. Yo quería dedicarme a la ciencia. Era muy bueno en matemáticas, en física, sacaba unas notas buenísimas. Un día gané un concurso nacional con muchísimas fórmulas complicadísimas, las resolví.

¿Así que usted era un niño superdotado? Me resultaba todo muy fácil, muy sencillo.

¿También inquieto? También, también.

Y con esa inteligencia junto a su propensión a la rebeldía, ¿cómo encajaba en un sistema tan opresor? Los problemas empezaron cuando entré en la universidad, en la escuela secundaria todo fue más pacífico. Allí me topé con fuerzas muy conservadoras. Tenía 17 años, pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca, leía de todo. Y ya había aprendido algo de inglés y francés, y empapado prácticamente de la filosofía marxista, las obras completas de Lenin: 30 volúmenes.

Entonces saldría usted todo un ortodoxo… A los 17, absolutamente.

¿Y a Trotski? También, lo había leído. Y a otros grandes marxistas. Pero aparte de eso, conocía mucho de estética, de filosofía, a los clásicos rusos y franceses, a Cervantes, a Shakespeare, a Lorca.

¿Sus compañeros también tenían ese bagaje? No, no, mi caso era aparte.

Perfil

(Ganzhou, Jiangxi, China, 1940) es un autor todoterreno, hombre de teatro, novelista, ensayista, crítico, traductor de Brecht o Ionesco, pintor reconocido… Su imaginación artística empezó a producir pronto, pero uno de los periodos más fructíferos se dio cuando fue forzado a trabajar como campesino en su país. En teatro, destacan La señal de alarma, La estación de autobuses, El salvaje y, en novela, La montaña del alma o El libro de un hombre solo. Desde 1998 es ciudadano francés y en 2000 ganó el Premio Nobel de Literatura por su “obra de validez universal”, dijeron, “análisis amargo y pureza lingüística”.

Claro. A ese nivel, si fuese general, no me extraña nada que los chinos dominen el mundo. Yo era raro. Cuando iba a clase, aquello no me interesaba porque yo ya controlaba las materias.

¿Cuándo se dio cuenta de que ese régimen no le gustaba? En su novela El libro de un hombre solo, lo que aborda es el aislamiento que produce precisamente un régimen que se apoya en lo colectivo. En aquella época no prestaba tanta atención a la política. La mayoría de los chicos estaban involucrados, pero yo me mantenía aparte.

¿No le traía problemas aquello? Más en un entorno donde las denuncias proliferaban incluso, como cuenta usted en sus libros, entre matrimonios, de marido a mujer y viceversa. Eso era lo general. El miedo. Estábamos aterrados por todo aquello, corríamos constantemente riesgos en ese sentido. Esa concienciación aterradora juega con la flaqueza humana. Pero yo era consciente de todo eso. Como había leído tanto, conocía la vida y las miserias humanas por los libros. Conocía el mundo, la naturaleza.

Cuando salió de China y se topó con el mundo que había descubierto mediante sus lecturas, ¿fue como lo había imaginado? Al llegar a París no me sentí en absoluto extranjero. Nada de nada. No padecía los males del exilio, nostalgia, todo eso. En ningún momento. Me sentía tan libre que no me ocurrió. Me dediqué a ver cine como loco: Fellini, Pasolini, Bergman, Eisenstein. Me tiraba el día en la filmoteca, vivía cerca, iba andando.

¿Le sorprendió algo? No, no. Además, conocía todo tan a fondo que me metía en discusiones sesudas, sofisticadas sobre arte, literatura, teatro. También encontré un gran interés por lo que yo había hecho en China en materia escénica. Pero me quedaba mucho por aprender, en aquella época estaba en boga el método Stanislavski, lo probé con mi grupo, hicimos obras de Brecht, algo que para mí era inimaginable.

En Francia, ¿le entró una especie de ansiedad por el absurdo? Felizmente, París era un cruce de toda la cultura mundial. En todas las disciplinas. Ahora ha decaído un poco con la crisis económica, pero en los años ochenta y noventa… lo encontrabas todo. Incluso hoy siguen acudiendo allí y son muy conscientes de que durante cada periodo de la Historia, gentes de todo el mundo lo han hecho. No me decepcionó en absoluto. Y sigue sin hacerlo.

Pero dentro de todo ese cruce, ¿fue en el mundo del absurdo donde usted se sintió más cómodo? Bueno, al llegar ya conocía bien la obra de Ionesco, la había adaptado, y después de la Revolución Cultural, incluso, habían publicado mi traducción. Pero llegaba con un enfoque diferente al que entonces imperaba. El absurdo, para mí, era una reflexión metafísica sobre el mundo. Su materia es la realidad. Y dicha realidad está plagada de absurdo. He escrito obras que se deben a esa concepción. La estación de autobús, por ejemplo, que lleva un subtítulo: Comedia lírica de la vida. Así era como yo veía la realidad.

He vivido, si no sería un ser triste, aunque no sé lo que es un fin de semana"

¿Cómo se explica que en esa paradoja entre lo que usted ha vivido como un absurdo real y el metafísico, encontremos en regímenes de izquierda dura como Venezuela el llamado Viceministerio para la Suprema Felicidad Social? Pues eso. Absurdo. ¿Me lo puede explicar usted?

No sabría. ¿Cómo se puede jugar con la ilusión de la gente desde el dogma? La verdad es que no le veo el sentido del humor a la cosa, me resulta terrible. Aunque se me ocurre otra interpretación. En el siglo XX ha existido una concepción histórica que tenía que ver con la obsesión por el progreso. Es falsa. La realidad no es así. Vale para la ciencia. El progreso por el progreso resulta efectivo sólo en ese campo, pero no para la vida, para la tecnología, para esa racionalidad de lo útil. Pero si nos adentramos en esa dialéctica para la sociedad resulta idiota, no se sostiene. Y en la ciencia corre sus riesgos. No ha avanzado jamás como en el siglo pasado, pero se construyeron aberraciones como la bomba atómica, sufrimos dos guerras mundiales… Nunca habíamos soportado tantas muertes debido a un conflicto. Se vivió el paroxismo totalitario, con el fascismo y el comunismo que construían sus absolutos en torno al progreso, y eso les hacía justificar todos los sacrificios humanos. ¿Cuántos millones y millones de personas han muerto debido a esa escalada, a guerras, a represiones? Esa concepción es falsa, equivocada. Por otro lado encontramos el darwinismo, la evolución de las especies. Está bien. Y constatada. Pero, pregunto: ¿debemos fijar el progreso de la humanidad basado sólo en esa concepción? Los movimientos sociales tratan de conquistar mejorías.

¿En qué debemos confiar para que el progreso no se nos desmande entonces? Estamos lejos de saberlo. Apenas conocemos las leyes de la naturaleza, los resortes humanos. No sabemos gran cosa. ¿Necesitamos sólo una ciencia social para afrontarlo? No es suficiente. Debemos prestar una mirada más amplia a la realidad que nos circunda. Está bien que nos lo tomemos con sentido del humor, pero la realidad no es una broma.

Ese círculo entre los dogmas, lo que encierra, ¿no es una cortina para ocultar el poder? ¿Qué ocurre en relación a Putin o al ascenso del fascismo en Europa? ¿Otra cortina de humo para acumular poder por minorías señaladas que explotan descontentos de la mayoría? ¿Qué es el poder? ¿Cómo lo desenmascaramos? No sabemos, no tenemos manera de averiguarlo. Se oculta bajo los secretos: los de Estado, los de las propias estructuras y formaciones. Es complicado descubrirlo, a no ser que los propios interesados lo denuncien, también calladamente, para provocar escándalos de los que se aprovechan. Entre ellos sí conocen sus mecanismos, pero se encuentran vedados para los ciudadanos, los individuos. Se cierran en banda. Lo que debemos preguntarnos es: ¿qué podemos hacer para desenmascararlo?

Eso, ¿qué? No podemos cambiar el mundo, es una bobada, no hay manera, a no ser que vayamos a lo concreto. Quienes acceden al poder contándonos eso, mienten, no lo van a hacer, se aprovechan de la voluntad de creer de la gente. Debemos, pues, tomar distancia ante aquellos que lo afirman, pero sí, tratar de cambiar nosotros nuestros propios entornos.

Resulta muy triste. No. Regresemos a la literatura, por ejemplo.

Ya, pero eso viene a ser frustrante también. Mire Kafka: era capaz de vivir sus historias de amor ensoñándose con sus relaciones mediante cartas, pero era un hombre muy desgraciado. Al enfrentarse a la vida real, se mostraba incapaz de controlar la situación. ¿Le ha pasado eso a usted? Kafka era único. Él precisamente conoció de manera profunda el absurdo en la vida. Era ultrasensible. Encontró esa vacuidad en la vida moderna antes que los demás. Y lo muestra en sus obras. Precisamente ahí tiene un caso, es la literatura quien nos revela, quien nos alerta, quien nos hace conscientes. Ése es su papel. Esas revelaciones, además, se traducen, corren, se convierten en verdades universales.

Ceremonia de entrega del Nobel, en 2000.
Ceremonia de entrega del Nobel, en 2000.Jonas Ekstromer (AFP)

Ya, pero usted, ¿ha sabido, además de a su mundo literario, sacarle jugo a la vida? Creo que sí. Y lo constato. Pero además, creo que he podido traspasar ese sentido de la vida a otros mediante el teatro, mis novelas. Veo cada vez más y más montajes nuevos de mis obras en muchas ciudades del mundo, traducciones de mis libros. A mí, aun así, lejos de ser pesimista, me reconforta y me demuestra que a través de la literatura y el arte, podemos conseguir conquistas positivas. He sido traducido a más de cuarenta lenguas, me siento reconocido, entendido. Estoy feliz por ello.

Me alegro, pero sigue sin responderme. Usted, como hombre, ¿ha exprimido la vida a fondo? Desde luego, he vivido, si no sería un ser triste, aunque no sé lo que es un fin de semana. No me aburro: acudo a conciertos, viajo, gozo de muchísimas amistades, soy feliz con mi esposa. Necesito soledad para reflexionar, pero disfruto de mis amigos a través del mundo. Conservo largas y grandes amistades en muchos lugares. Con mis traductores al inglés, en Estados Unidos, o al francés, son amigos de décadas. Y amado a muchas mujeres, y me he sentido amado también.

Se nota esa pulsión en su obra. Desde luego.

Pero aun así, hay algo inquietante: si usted que a lo largo de su vida se ha bebido la literatura fundamental, ha explorado el mundo y conoce la condición humana no halla respuestas claras, ¿quién las tendrá? Bueno, algo sé.

Por ejemplo… Necesitamos ir a tientas, con cuidado.

¿Nos da algunas pistas? Si nos atenemos a Freud, no somos conscientes de nuestro subconsciente y su orden caótico. En eso ya existe una ética moderna. En la modernidad hay dos grandes pensadores, y no son ni Marx ni Mao Zedong. Freud, sí, y Einstein, también. El descubrimiento de la relatividad fue un gran avance para la humanidad.

Aún negada o combatida a fondo por la derecha más recalcitrante: del expapa Ratzinger a los ‘neocon’. Yo leí a Einstein en chino, con todas sus fórmulas. Toda esa física era trasladable a la filosofía. Un cruce entre ciencia y otros conocimientos aplicables a la vida. Lo que es material puede resultar tremendamente superficial, por otra parte. Las matemáticas son un ejemplo de ello.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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