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Colgados de la cámara

¿Ir todo el día, todos los del año, con un inmortalizador de imágenes colgado del cuello? Intento buscar las ventajas de recopilar 2.637 instantáneas cada día de mi vida y no las hallo

Leo el artículo La vida a través de una cámara, firmado por Carmen Pérez-Lanzac el 9 de marzo, y solo me viene a la cabeza una expresión: ¡lo que nos faltaba! ¿Ir todo el día, todos los del año, con un inmortalizador de imágenes colgado del cuello? Intento buscar las ventajas de recopilar 2.637 instantáneas cada día de mi vida y no las hallo. Si las cosas que ocurren no se mantienen en el tiempo, recurrir a las fotos de hace años para ponerle rostro a un encuentro fortuito o para rebobinar una conversación olvidada, a lo mejor significa que aquello tuvo su instante y acabó. Los momentos importantes continúan en nuestra memoria, las personas significativas no pasan de largo; ocupan un periodo de nuestra vida y dejan su huella en nosotros sin necesidad de espías omnipresentes. El WhatsApp descubre la última hora en que te conectas; Facebook desvela tus entrañas si te descuidas y no sabes manejar bien los filtros y los permisos de acceso; Twitter publicita a nivel planetario lo que te interesa y lo que piensas. Cierto que nadie nos obliga a utilizar las redes sociales, a colgar fotos o realizar comentarios a través de ellas, pero puedes pasar por un inadaptado si no las usas o no encontrar trabajo si no cuidas tu perfil digital. Incluso en supuestos futuros usos de este nuevo invento de la cámara para fines de investigación, se me hace muy cuesta arriba aceptar tener que ir con el artilugio como si se tratara de un pasador de corbata justo ahora que cada vez se usan menos. ¡Qué difícil nos resulta prescindir del control!

Correo electrónico

No me salen las cuentas

Por Pedro Alberto López Calvo, (Madrid)

Mi comentario es en referencia al artículo de Javier Marías del 9 de marzo en el que cita lo que se embolsa el Estado por las propiedades que deja una persona al morir.

Pues bien, recientemente falleció mi esposa, y cuando fui al notario para arreglar el asunto de la herencia, me dijo: “Pedro, siéntese, que le voy a decir lo que tiene que pagar al Ayuntamiento por la plusvalía: ¡12.000 euros!”. Menos mal que me pilló sentado; no me lo creía, pero viniendo de un profesional en esas lides, lo tuve que asumir, no queda más remedio.

Ahora mi reflexión es la siguiente, en la línea que menciona Marías en su artículo de ese domingo, Voracidad y lloriqueo: a la inmensa pena de la pérdida de mi excelente compañera durante 40 años tengo que añadir, aunque es mínimo en comparación con su ausencia, el hecho de tener que dar al Ayuntamiento, por no sé qué razón, un dineral para que mi hijo herede la parte que le corresponde; esto es, un piso que compramos tras 12 años de esfuerzo, en los que el Ayuntamiento, evidentemente, no nos aportó ningún tipo de ayuda.

El dinero para pagar ese impuesto es el que, con bastante sacrificio, fuimos ahorrando poco a poco para, cuando llegase el momento de nuestra jubilación, poder disfrutar de los caprichos que durante nuestra vida laboral no pudimos darnos; ahora se lo tengo que entregar al Ayuntamiento porque sí.

La frustración, la mala leche, la indignación y no sé qué más adjetivos poner –por decirlo de forma suave– son indescriptibles, y encima, por si todo eso fuera poco, hay que abonarlo de una vez, no se puede aplazar el pago.

A mi pregunta al oficial de la notaría de qué se hace si no se tiene el dinero, me respondió que hay dos alternativas: pedir un préstamo a un banco, que parece que los hay especialmente adaptados a esa circunstancia, o no heredar, que es lo que hacen los que no tienen posibles.

En fin, quería desahogarme porque, como dice don Javier, “por qué eso es así es algo que jamás entenderé, por mucho que esté establecido”. Señor Marías, estoy encantado con poder seguir leyendo sus artículos y espero que sea por muchos años. Le animo a continuar y a no decaer por el desánimo; hay muchísimos lectores que siguen sus reflexiones. Sus palabras no caen en tierra yerma.

El mundo en que vivimos

Por Jaime Molina Lizana, (Granada)

Dado el largo tiempo que llevo leyendo aquí a Juan José Millás, y dado también que la imagen de Walter Benjamin del domingo día 9 de marzo no es la primera que utiliza perteneciente a épocas relativamente distantes de la realidad cotidiana, creo que puedo afirmar que cuando recurre a imágenes del pasado, sus artículos no solo son igual de eficaces en la tarea de hacernos comprender el mundo en que vivimos, sino que incluso pueden llegar a serlo bastante más. ¡Con qué facilidad, con qué absoluta intuición comprende uno el efecto perversamente ilusorio con que la aparente realidad oculta el inevitable advenimiento del desastre!

Un poco menos airados

Por Silvia Bosch, (Madrid)

El 1 de marzo escuché en el Museo del Prado comentarios sobre la exposición Las furias de Tiziano, y acto seguido, un debate sobre la ira en un programa de RNE realizado en directo desde el auditorio de esa pinacoteca de Madrid. Recuerdo frases de los tertulianos como “la furia que hace perder el control es perjudicial”, “la vida está llena de sonido y furia”, “la furia puede ser creativa”. Un día más tarde, en el artículo de la sección de Psicología de El País Semanal firmado por Patricia Ramírez, leo que las personas que rodean a aquellas que reaccionan con ira se sienten incómodas y que existen otras alternativas para mostrar el enfado. Estoy de acuerdo con ella cuando dice que hay que equilibrar nuestro interior, practicar el humor y permitir que la risa relaje el sistema nervioso. No dejemos que imperen los modelos de conducta con ira, sino los que están llenos de calma. Esta es una buena manera de canalizar la furia a veces inevitable cuando vemos injusticias a nuestro alrededor o trato indebido hacia los más débiles.

La vida es muy valiosa

Por Carmen Villar, (Barcelona)

Debo de ser de otro planeta. La entrevista –excelente, por cierto– a Kilian Jornet (día 9 de marzo) no me ha originado impresión alguna. A no ser del absurdo que alguien liviano y dotado de unas facultades físicas incuestionables pretenda emular a las cabras y demás animales de salto en salto por esos montes. No comprendo ese reto constante consigo mismo por el que Kilian Jornet y otros denominados deportistas de riesgo o aventureros hacen de ello su peculiar y expuesto modo de vida.

Mi mente deviene incapaz de admitir que la adrenalina carezca de límites y fronteras. Pienso que superarse a sí mismo es también factible con otra clase de gestas cotidianas que no conllevan incertidumbre y aportan satisfacción personal. Que no ponen en peligro ni la propia vida, ni las vidas ajenas de los equipos de rescate. Y en las que el resto de mortales –que no precisamos de tales proezas– nos ahorraríamos despliegues de helicópteros de salvamento y su elevado coste. ¡En fin! Que hay que pensar también en los demás.

Por tanto, como la naturaleza es sabia, seguiré admirando esos bellos ejemplares de animales corriendo y brincando por los montes. Encandilándome con el aleteo y vuelo de los pájaros buscando térmicas, subiendo y bajando.

Y a esos aventureros repletos de sueños, apasionados empedernidos y alejados en un abismo del común de los mortales les diría sencillamente que la vida es en extremo valiosa para un coqueteo reiterado con la muerte.

La vida metida en un bolsillo

Por Michael Moya, (correo electrónico)

Quisiera compartir, al hilo de un artículo publicado el domingo 9 de marzo por Francesc Millares, mi reflexión acerca de las distracciones que nos impiden avanzar hacia el éxito. Vivimos en el mundo de las multitareas, aquel donde tomas un café, lees un libro electrónico, contestas a los whatsapps, haces comentarios por Facebook, le das vueltas a tus preocupaciones, escuchas música, te planteas tu vida y, para más inri, muchas veces se nos enfría el café. ¿Dónde queda el sentido tradicional de las cosas? Vivimos en una esclavitud comandada por una cajita electrónica que capta nuestra atención las 24 horas del día, donde llevamos nuestra vida y las de los demás metidas en un bolsillo. Y a su vez, todas ellas metidas en el agujero negro de las grandes multinacionales que nos crean necesidades de productos con los que se lucran. Nuestras vidas caben en sus enormes bolsillos.

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