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Tribuna
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Ante el desafío catalán, ni todo ni nada

Previo acuerdo entre PP y PSOE, podríamos explorar una reforma constitucional

Cuentan que Tierno Galván, al volver a impartir clase en la Universidad, tras la suspensión durante algunos años de su actividad docente por parte de las autoridades académicas franquistas, comenzó dirigiéndose a sus alumnos de la siguiente forma: “Como decíamos ayer…”, recordando así a Fray Luis de León. Algo parecido debiera decir yo después de mis últimos artículos referidos a la cuestión catalana, más si cabe, si tenemos en cuenta que entre mi último artículo y este, la Diada de Cataluña ha provocado una reacción que, aun siendo absolutamente previsible, nos ha vuelto a sorprender. ¡Sí!, durante un año los nacionalistas catalanes nos han venido anunciando un “Día de Cataluña” determinante, irreversible, pero pasada la fecha, las reacciones han oscilado entre las declaraciones altisonantes y el silencio, todas ellas hijas de la improvisación.

Durante un año la clase política española ha discutido, se ha peleado y se ha rasgado las vestiduras con dramatismo griego por la cuestión catalana, pero llegado el momento, nada de nada. En el Gobierno, remarcando su línea habitual, ha sido “el cantarín Margallo”, con su solemnidad habitual, quien ha hablado del tema imitando a un veterano y fracasado cantante de ópera; en el PSOE, según iban pasando las horas, se sobreexcitaban más con un espejismo mezcla de posibles rentabilidades electorales y de irresponsabilidad, proponiendo un cambio constitucional que satisficiera a los nacionalistas catalanes, sin importarles, según parece, el resto, es decir, el conjunto; hasta el punto de que una significada dirigente socialista ha llegado a aceptar la discusión del falsamente inexistente “derecho a decidir” de todas las comunidades autónomas —la democracia se basa justamente en el derecho que tienen los ciudadanos a decidir, y por el ejercicio de ese derecho, que en España ejercemos con rutinaria normalidad desde hace algunos años, muchos socialistas sufrieron una dura represión durante el franquismo, por lo que sería conveniente, por respeto a la inteligencia y a los que lucharon por la libertad, que en el PSOE no se jugara a la confusión con nuestra capacidad de decidir, comparable a la de los países de nuestro entorno— , porque según sus palabras, y cito textualmente: “una vez iniciado el debate de la reforma electoral, todo se puede discutir”, mostrándonos el abismo con desprejuiciada soltura.

En ocasiones, que suelen coincidir con periodos de crisis, podemos contemplar con una distancia adecuada el afanoso trajinar de nuestros dirigentes políticos, sus idas y venidas, sus reuniones, sus declaraciones, y si prestáramos una mínima atención nos daríamos cuenta de que todo este baile público, todo este movimiento está impulsado por la inquietud que provoca el desconocimiento, el no saber qué hacer.

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Creo que en esta situación nos encontramos actualmente. No se dan cuenta, por ejemplo, los dirigentes de los dos grandes partidos nacionales —el desconcierto es mayor entre los socialistas pero su responsabilidad es menor que la del Gobierno— que la falta de acuerdo entre ellos no solo es aprovechada por los nacionalistas catalanes, sino que profundiza el alejamiento de los ciudadanos, que son incapaces de ver un mínimo de grandeza en los protagonistas públicos.

No conviene confundir las exhibiciones públicas de una parte de la sociedad con la esencia de la democracia

Hemos llegado a una situación de tal gravedad, que no sabemos si los dirigentes de los dos grandes partidos creen que la soberanía reside en la sociedad española o es un mecanotubo que se puede montar a conveniencia de los intereses que dicta el momento. No todo es posible cuando se abre el camino de las reformas constitucionales, pero lo que es, depende del conjunto, de todos los ciudadanos, es decir, de la nación en el sentido republicano, no de una parte. Es exigible que el respeto que merecen las opiniones de los nacionalistas catalanes no se agrande artificialmente a costa del respeto que merecen el resto de los españoles, de los que muchas veces esperamos una aquiescencia resignada. Y por último, no es conveniente confundir las exhibiciones públicas de una parte de la sociedad con la esencia de la democracia.

La democracia, tal como la entendemos la mayoría, no es solo la expresión de la voluntad popular, es la expresión de la voluntad popular a través de las leyes y de las normas. El Estado y las expresiones populares no pueden imponerse a la ley, porque si lo hicieran nos encontraríamos a merced de la violenta y movediza arbitrariedad, justamente el principal enemigo de la democracia, que llega a su indigna plenitud en las dictaduras, en las que todos llegamos a depender de uno.

En resumen, desde el acuerdo previo entre los grandes partidos nacionales, con el respeto a todos, muy especialmente al derecho y sabiendo que no todo es posible, podríamos aventurarnos por la vía de las reformas constitucionales. Un camino distinto nos llevará a contemplar un incremento del desprestigio de la política española y, desgraciadamente, a convertir la Transición del 78 en un nuevo proyecto fallido de la sociedad española.

Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad.

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