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Camino de perfección

La firma Bottega Veneta es la inventora del ‘lujo tranquilo’, una visión más intemporal, artesanal y funcional de la moda, que representa la discreta personalidad de Tomas Maier adaptada a todos sus productos

Jesús Rodríguez
Tomas Maier, director creativo y alma de BottegaVeneta.
Tomas Maier, director creativo y alma de BottegaVeneta.ROBERT POLIDORI

En cierta ocasión pidieron a Halston que explicara la diferencia entre estilo y moda. Confidente y modista de cabecera de Jackie Kennedy, Liz Taylor, Liza Minnelli y Bianca Jagger, con la clarividencia que le proporcionaban aquellas madrugadas bailando junto a sus íntimas en Studio 54 hasta ver surgir el sol entre los rascacielos de Manhattan, contestó sin pestañear: “Una temporada puedes estar de caza y pesca, y la siguiente, en la China continental. Eso es moda. El estilo es otra cosa: no cambia; es continuidad, una línea recta, el refinamiento de un mismo vocabulario”.

Tomas Maier, de 56 años, alemán con pasaporte americano, director creativo y alma de la firma Bottega Veneta, podría suscribir punto por punto esa declaración de principios. De hecho aporta de su cosecha una definición que colinda con la del difunto Halston y es también antagónica con la caprichosa y dictatorial ley del péndulo de la moda: “Cada colección debe ser la evolución de un mismo trabajo, un paso adelante; un proceso distinto para llegar al mismo lugar; el perfeccionamiento de lo existente, la corrección de los errores. La obsesión por reinventarse cada temporada tirando lo anterior a la basura me parece una estafa”.

Cada colección debe ser la evolución de un mismo trabajo, el perfeccionamiento de lo existente”

Tomas Maier escaneaba lo que ocurría en torno suyo durante una fiesta de Bottega Veneta en Shanghái el pasado mes de julio (por la apertura de su tienda 21 en China). Absorto, con sus ojillos azules entornados hasta desaparecer en un rostro pétreo tapizado por una barba gris de días y adornado por esa enigmática media sonrisa que nunca borra del todo, parece feliz en su mundo interior. Nada se le escapa. Todo le inspira. En particular el color. De ahí surge todo. Puede ser la luz anaranjada de Miami o el ocre de las callejuelas de Roma o el gris de las montañas de Maine. Él se pierde en esos territorios con su aspecto de trapense o de Leonard Cohen en sus años de monje budista; observa y toma nota. Y luego desarrolla. Nadie le molesta. Pocos le asaltan a codazos armados de smartphone para congelar su figura de diseñador estrella. Es invisible. Su pareja desde hace más de 20 años, Andrew Preston, un ex funcionario del Departamento de Estado al que conoció en las noches locas del París de los ochenta (“siempre había alguna fiesta”), con el que vive en Palm Beach y que es pieza clave en sus negocios (algo así como Bergé con Saint Laurent o Giammetti con Valentino), le ha definido con guasa como “Míster Discreto”. Lo es hasta el paroxismo. Es la primera seña de identidad que inoculó en Bottega Veneta cuando se hizo cargo en 2001 de aquella compañía sin rumbo, desacreditada y en bancarrota, que había saltado sin red de la elegante marroquinería transalpina al neopunk londinense. Maier tomó el control y apostó por un lujo tranquilo, individualista, lacónico, hacia dentro, sin ostentaciones. Más unido a la calidad de vida, al disfrute de los sentidos, que a la exhibición. Así es Maier y así es su obra. Son inseparables. Los rasgos de su personalidad están hoy en el ADN de Bottega Veneta, en sus bolsos, muebles, joyas y el prêt-à-porter para hombre y mujer. Y viceversa. Una perfecta simbiosis donde lo importante es la marca, no la vida del creador. Lo importante es la discreción y la disciplina: una colección homogénea; una sola imagen, una sola publicidad, un solo tipo de tiendas, talleres siempre propios y una distribución exclusiva. Y una sola voz.

Dentro de esa línea filosófico-comercial, Bottega Veneta es una marca de lujo sin alardes ni logotipos. Muchos socialites ignoran quién es Tomas Maier, aunque dirija una de las firmas más exclusivas, originales, reputadas y rentables del lujo global (la segunda en beneficios tras Gucci dentro del imperio multimarca PPR) y se peleen por conseguir las ediciones limitadas de sus bolsos Cabat (el mascarón de proa de la marca, una especie de cesta playera de piel trenzada a mano durante días) a 70.000 euros en cocodrilo. Maier es un creador, pero es otra cosa. Y esa es la gracia de este modista imperturbable.

Los pilares de su modelo creativo son el equilibrio y la búsqueda de la perfección, aun sabiendo que no existe. Prefiere corregir mil veces que reinventar. Es la clave. Por formación, carácter y voluntad se asemeja más a un diseñador industrial que a un modista; en realidad, a lo que se parece es a un arquitecto suizo (pongamos por caso a Herzog y De Meuron), con la eterna pretensión de conseguir el balance exacto entre la función y la forma; Maier se niega al formalismo mentiroso destinado a la alfombra roja. Busca diseñar cosas que funcionen. Útiles. No es un modista con el ego bien alimentado por el marketing, el aplauso de las celebridades, el incienso de las revistas y el servil culto a la personalidad tan habitual en las firmas de moda. Él lo explica: “No me gustan los focos, las entrevistas ni los equipos demasiado grandes; no viajo en avión privado ni tengo ayudantes, lo hago todo directamente. Baso mi trabajo en el contacto directo, no en miles de e-mails; me gustan las cosas que sirven para algo; no aguanto que haya demasiada gente a mi alrededor; me gusta que todo sea escueto y directo; con mucho espacio y pocos muebles, como mi casa o mi lugar de trabajo; no estoy todo el día detrás de mis colaboradores ni tengo rabietas; creo en la libertad y la disciplina; que cada uno haga su trabajo y se vaya a su hogar y haga su vida, como yo hago la mía. La moda solo es el 50% de mi existencia”.

No me gustan los focos, las entrevistas ni los equipos grandes. Me gusta lo escueto y lo directo”

Maier descubrió la arquitectura, la columna vertebral de su trabajo, al lado de su padre, arquitecto, al que acompañaba de niño mientras proyectaba en su tablero de dibujo de la casa familiar de Pforzheim, en el sur de Alemania. “Nunca fui lo suficientemente bueno en matemáticas para dedicarme a la arquitectura y opté por la moda”. A mediados de los setenta aprendió cómo aplicar las leyes de la física y la estética a la estructura, el corte y la caída de cada prenda, en la Cámara Sindical de la Alta Costura de París. De allí saldría con un título oficial y el dominio técnico del oficio y comenzaría una escalada frenética, pero sin sobresaltos, que culminaría con la dirección del prêt-à-porter de Hermès (la marca epítome del lujo tranquilo) en los noventa, tras pasar por Guy Laroche, Sonia Rikyel y Revillon. En 1999 abandonó todo por sorpresa para fundar su propia empresa de moda de baño y trasladarse junto a Preston a Florida para empezar de nuevo. “Quería tener más autonomía; quería una ciudad con luz y buen tiempo y sabores y olores donde se viviera hacia fuera”. Tenía 43 años. Se fue a vivir al barrio de Gulf Stream, cerca de la playa, y montó su estudio en un diáfano viejo taller de panadería.

A Tomas Maier le aburre hablar de sí mismo. Tiene poco que ver con los galácticos de la moda, con el aire versallesco de Lagerfeld, el bronceado mediterráneo de Armani y Valentino, el malditismo del difunto McQueen, las tormentas personales de Galliano o las dietas de Marc Jacobs. Su estilo tiene mucho que ver personal y estéticamente con un grupo sin nombre de diseñadores centroeuropeos propensos al minimalismo, la contención y el perfil bajo, que han definido en voz baja la moda en las últimas dos décadas, entre los que se encontrarían Jil Sander, Helmut Lang, Raf Simons o Martin Margiela. Estamos sentados frente a frente durante una cena de gala en la Shanghai Gallery of Art, en el elegante barrio de Pudong, colgados sobre el río Wusong. Las invitadas chinas llevan exclusivos vestidos, joyas y complementos que en Occidente ya solo se ven en las revistas. Viste de uniforme. Pelo a cepillo, americana azul, pantalón gris de lona, camisa blanca y zapatos negros de cordones de anca de potro sin calcetines. Un viejo Rolex Daytona en la derecha y un anillo de oro mate en la izquierda. Está en forma. Es simpático y puede llegar a ser un buen cómplice de mesa. A mi lado se sienta el jovial top model chino Hao Yun Xiang, ataviado con un traje de Bottega de corte rectilíneo y color pistacho; junto a Maier, la doctora Li, la dentista más reputada de la ciudad y la mejor clienta de Bottega en Shanghái. Personifica la pasión china por el modelo Maier. Tiene siete bolsos de la firma. Acuna entre sus brazos su favorito, de cocodrilo, al que protege con su servilleta de lino en tono titanio de la soja y el aceite de oliva del menú fusión. Frente a la crisis económica de Occidente, el lejano Oriente está salvando las cuentas de los holdings del lujo europeo con un porcentaje de mercado que ya representa un tercio de su facturación. Su pasión por Bottega Veneta, por ese concepto de lujo tranquilo, es evidente. Japón es su primer mercado. China no va a la zaga. “Los orientales están muy cerca de nuestro modelo”, me explica Maier, “porque veneran la artesanía y las tradiciones”.

Los orientales están muy cerca de nuestro modelo porque veneran la artesanía y las tradiciones”

Cuando Tomas Maier fue fichado por Tom Ford (en esos días cabeza del grupo Gucci, que había adquirido a precio de ganga Bottega Veneta a la familia Moltedo, y habitual de las fiestas de Maier en su apartamento del parisiense Palais Royal) para hacerse cargo de la firma a comienzos de 2001, puso dos condiciones: todo el poder y nada de entrevistas. “Quería tener el control del proceso creativo, desde las tiendas hasta la publicidad, los talleres y los productos. Si controlas la fabricación, controlas la calidad. Si controlas la distribución, controlas la imagen. Lo único que me interesa es hacer productos que sienten bien y te hagan sentir bien, con una buena elaboración, perfectos por dentro y por fuera, que duren y no se pasen de moda. No tengo más que decir”.

De niño, Maier era nulo en matemáticas, pero ha aplicado una ecuación a Bottega que ha resultado correcta. Sus variables son una gran artesanía y materiales de máxima calidad, un uso inteligente de la tecnología y la innovación combinadas con la tradición y una tendencia a la funcionalidad y el diseño contemporáneo. Sin logos ni artificios. El modelo ha funcionado. Hoy Bottega Veneta factura 600 millones de euros y es más rentable que Yves Saint Laurent. Ha creado una escuela en Vicenza para formar a los futuros artesanos (“y que luego no se nos vayan a Loewe”, bromea Maier). Y es, sobre todo, un referente.

Termina la cena. Tomas Maier, maestro del deconstructivismo aplicado a la moda, confiesa: “Prefiero elBulli”. Sonríe y se pierde en las sombras. Debe volar vuela a Pekín, y de allí, a Milán y Nueva York. Nadie se da cuenta de su marcha. Su anonimato es su firma.

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Sobre la firma

Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.

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