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Construcciones muy móviles

España exporta arquitectos más que arquitecturas

Eduardo Souto de Moura, Estadio Municipal, Braga (Portugal).
Eduardo Souto de Moura, Estadio Municipal, Braga (Portugal).Christian Richters

Las arquitecturas inmóviles se mueven mucho. Nada parece tan estático como las construcciones, sólidamente enraizadas en un lugar del planeta, y sin embargo nada se desplaza con tanta agilidad como las personas y las ideas que les dan forma. Desde las culturas megalíticas hasta el mundo contemporáneo, pasando por la eficaz reiteración de las obras romanas, el fértil tráfico de los constructores medievales o la oceánica difusión del lenguaje clásico, la arquitectura ha desbordado siempre su condición local para derramar su influencia alrededor. La globalización de la arquitectura no es un fenómeno reciente, por más que durante las últimas décadas hayamos asistido a una aceleración de este proceso, multiplicándose la dispersión geográfica del trabajo de las grandes oficinas, que han colonizado los cinco continentes con iconos diseñados a muchos husos horarios de distancia.

En contraste, buena parte de la humanidad se aloja en construcciones espontáneas, levantadas con más ingenio que recursos, y sin otra guía que la estética de la escasez y la ética de la necesidad. Pero estos dos rasgos distintivos otorgan también una dimensión global a esos asentamientos informales, que usan materiales locales y geometrías elementales para establecer patrones compartidos en favelas latinoamericanas, bidonvilles africanas o shanty towns asiáticas. Al cabo, lo que tenemos en común resulta ser más importante que las características diferenciales de unos u otros, y este planeta crecientemente urbanizado se enfrenta a desafíos constructivos o arquitectónicos donde las demandas genéricas priman sobre los requisitos específicos. La ciudad informal es también global, y la fertilización cruzada de sus experiencias se beneficia de la movilidad de los arquitectos o los cooperantes, auténticos agentes polinizadores de un centón de procesos.

Norman Foster, cuya firma con sede central en Londres construye en todo el mundo —desde el aeropuerto de Pekín, la mayor obra del planeta, hasta una pequeña escuela en Sierra Leona—, es un arquitecto global, pero también lo es Diébédo Francis Kéré, que desde el Berlín donde se formó proyecta parques, polideportivos y museos en Malí y hasta una ópera en su nativa Burkina Faso. Tanto los grandes encargos emblemáticos como las más silenciosas regeneraciones urbanas participan en una conversación cultural y técnica que trasciende las fronteras, y de esos diálogos surgen las ideas que transforman territorios y paisajes, metamorfoseando las ciudades que enmarcan nuestra vida colectiva y penetrando en los reductos resistentes de la intimidad. En esas nuevas cartografías intelectuales y emotivas se hibridan las tendencias globales con las realidades locales, y la tensión inevitable y fértil entre ambas es la más eficaz partera de las arquitecturas mejores.

Si el cine nos recuerda que, además del omnipresente Hollywood, existen un Bollywood en India y un Nollywood en Nigeria que han llegado a consolidarse como formidables industrias, en el ámbito de la arquitectura debe igualmente subrayarse que esta no se agota con edificios icónicos, las obras de autor o ni siquiera con construcciones firmadas por profesionales. Existe un vasto océano de arquitectura sin arquitectos que se extiende desde los entornos vernáculos y tradicionales hasta los tapices informales o espontáneos, y en estos ámbitos existe una poderosa lógica material, funcional y climática que puede servir de estímulo y ejemplo para muchas obras emblemáticas y no pocos autores de referencia.

Las arquitecturas del planeta que recoge el Atlas editado por la Fundación BBVA aspiran a dar testimonio de nuestro tiempo, pero también a dar cuenta de los debates y conflictos de la propia disciplina, que se enfrenta a un mundo en mutación con herramientas y actitudes envejecidas, sometidas como están a la obsolescencia acelerada que provoca la rapidez vertiginosa de los cambios. El último capítulo del último volumen se dedica a las arquitecturas ibéricas, que han transitado en pocos años del éxtasis del reconocimiento internacional a la agonía de una crisis sin fondo que ha devastado el tejido profesional y centrifugado el talento fuera de nuestra Península: es una variante dolorosa de la globalización, pero también un acicate para comenzar a pensar de otra manera.

España exporta arquitectos más bien que arquitecturas, y las que hace casi veinte años fueron descritas aquí como las obras de la social opulencia han mostrado ser plantas de invernadero, exquisitas en su ambiente protegido y menos capaces de sobrevivir a la intemperie cuando el tiempo se torna inhóspito. El prestigio y la popularidad mediática obtenidos durante los años de bonanza no bastaron para impulsar un proceso de internacionalización que exige también fortaleza empresarial e instituciones sólidas. Como en tantas otras esferas de la vida española, los arquitectos debemos aprender a dar más por menos para robustecer nuestra capacidad de servicio, y poner mayor énfasis en lo común, porque solo dando prioridad a lo que compartimos podemos reforzar nuestros vínculos comunitarios. El país ha transitado del resplandor al rescate, y sus arquitecturas inmóviles han dado testimonio de esa mudanza poniéndose en movimiento: desplazándose hacia fuera con la fuga de las gentes y derrumbándose hacia dentro con el colapso de las oficinas. Pero el mundo ancho y ajeno que documentan las palabras y las imágenes del Atlas espera en el umbral.

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