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Tribuna
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La otra bancarrota

Hay altos niveles de alarma social, miedo, abuso, desprotección de los más pobres

Jordi Gracia

Casi todos nos hemos apresurado a sacar conclusiones con respecto a los resultados de Cataluña en clave autonómica. Mi propuesta aquí es tomar ese resultado como síntoma de estado porque el mensaje de fondo que emite puede leerse como ratificación de un descrédito estructural o un fin de ciclo. Si disipamos por un momento la nube de primer plano del independentismo, quizá detrás de ella comparezca lo que tiene de respuesta civil a la deslegitimación que vive la misma democracia en amplios sectores de la población.

Las opciones radicales (incluido el 15-M) respetan las reglas de juego, pero no estoy seguro de que sigan haciéndolo indefinidamente o que el nivel de deterioro de la confianza en el Estado permita seguir como si nada. Leer las sucesivas y alternas mayorías, absolutas o no, del PP y del PSOE como reprobaciones y aprobaciones sucesivas de sus políticas puede ser consolador o reconfortante, pero seguramente también es falso. Son más bien castigos infligidos un poco mecánicamente a los Gobiernos y sobre todo son fruto de la desesperada necesidad de respuestas a la crisis, que no es solo económica, sino democrática.

Dejar de detectar la creciente irritación de las clases medias y todavía asalariadas ante el amontonamiento de causas gravemente lesivas de la credibilidad del sistema político puede comportar una definitiva bancarrota moral del Estado, descontada la presumible bancarrota económica. La lista de culpas es vertiginosa: desde Nóos hasta el caso Palau, desde la trama Gürtel hasta el suculento y gigantesco fraude fiscal, desde la impunidad con que políticos imputados campean en listas electorales hasta la resistencia a actualizar la misma ley electoral o la ley de partidos.

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Creerse la Constitución hoy y confiar en ella pasa seguramente por reformarla

Las analogías entre la salida de la dictadura hace treinta años y la situación actual son muchas, pero quizá la más clara es invisible, porque ya nada es como entonces: lo que fue una crisis político-militar de Estado es hoy una crisis social y económica. Pero ambas comparten altos niveles de alarma social, de miedo, de violencia tácita, de sentimiento de abuso, desvalijamiento y desprotección de los más pobres. Ambas ponen en juego la reclamación de una legitimidad democrática para impulsar una nueva confianza con compromisos fuertes, como se hizo entonces, pero de otra manera y en otras condiciones. Parece casi requisito necesario de una posible superación de la crisis restituir la credibilidad del sistema, abatida golpe a golpe por cada nuevo pufo, cada nuevo tramposo, cada nueva información sobre el desamparo social o cada indigencia ética a la vista de todos (desde Díaz Ferrán, expresidente de la CEOE, hasta el abuso calculado de los indultos o el desacato de algunos medios a las sentencias de los tribunales).

La regeneración democrática es fórmula dañada por el abuso de muchos políticos y periodistas, precisamente corresponsables de lo mismo que denuncian. Pero hacerla creíble y convincente empieza a sonar a emergencia, que el Estado necesita interiorizar como compromiso de ambición equiparable al que fundó la democracia.

La verosimilitud de una refundación democrática ya es casi lo mismo que su necesidad. La ilegimitimidad en que se arrastró el Tribunal Constitucional durante varios años, la bochornosa insuficiencia de medios de la inspección tributaria, el chantaje que lee la población ante las gigantescas ayudas a los bancos o la pasividad ante la catástrofe humanitaria que significan los muchos más de cinco millones de parados (cada vez más, sin restos de cobertura social ni familiar) o la insoportable cifra de cerca de 400.000 desahucios son tangibles razones para desfondar la fe en el sistema por parte de una mayoría de la población que todavía no ha tirado la toalla, pero puede llegar a hacerlo, de no existir un gesto político simbólicamente terminante.

La oposición de izquierdas no puede capear y esperar a que escampe

Creerse la Constitución hoy, y confiar en ella, pasa seguramente por reformarla, igual que actualizar el Estado hoy es ponerlo en la órbita del siglo XXI: que los ciudadanos no sepamos de golpe que la legislación hipotecaria cuelga de una ley de finales del siglo XIX, que los indultos sigan siendo potestad señorial del Gobierno o que la evasión de capitales cuente con la complicidad activa del sistema. Esos males eran anteriores a la crisis, pero ha sido ella la que los ha destapado ante los ciudadanos, cuando su efecto erosionador sobre la democracia era ya ancho y profundo. Y parte de esos males afectan a la estructura territorial y el evidente agotamiento de un ciclo político: la música en el PSOE empieza a sonar, pero hace falta la orquesta entera, convencida de lo que hace y de las ventajas de liderar una reforma con lógica federal. Por eso me parece que la lectura más íntima de lo que sucede reclama un sensor de síntomas de fondo, antes que un análisis de parches y apariencias. Recuperar la credibilidad hoy no tiene que ver con el pasado ni con el tacticismo político; eso es exactamente lo que ya no es ni urgente ni necesario.

La ciudadanía desolada todavía no somos la mayoría de la población. Pero la oposición de izquierdas no puede capear y esperar a que escampe, o se antoja muy irresponsable ante las condiciones reales de vida que acechan a quienes todavía conservan niveles de vida a salvo de la catástrofe. La resistencia contra la crisis necesita una inyección de moral política en forma de valentía programática para impulsar una ITV convincente y convencida del Estado. La ciudadanía más activa y despierta, mejor formada y más creativa puede dejar de tolerar la tolerancia del sistema político consigo mismo, la indulgencia endógena con sus peores lacras, la manga ancha que ha ido aplicándose a sí mismo.

No sé demasiado bien qué es un pacto de Estado, pero estoy seguro de que sí lo saben quienes pueden fabricarlo: el poder empresarial, el político y el mediático, sobre todo si este último fortalece una función pedagógica y analítica que demasiadas veces se ha dejado teñir de propaganda o contrapropaganda pura. La hora de la resistencia pasiva contra nuestras flaquezas sistémicas quizá está en las últimas y urge emprender la ruta contraria para ofrecer al ciudadano una contraofensiva cohesionadora, creíble, consecuente y pactada: será con toda seguridad dolorosa. Pero los ciudadanos necesitan rehacer la complicidad y la credibilidad con sus partidos, y volver a sentir que entienden la gravedad cotidiana de lo que pasa. La recuperación del crédito del Estado no parece auxilio menor contra el desvalimiento ético y social que la crisis ha sembrado en casi cada casa, incluida la casa del Estado.

Jordi Gracia es escritor

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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