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EL VIAJE DE DON QUIJOTE / La Mancha de Azorín
Crónica
Texto informativo con interpretación

La partida

El camino comienza en la cripta del convento madrileño de las Trinitarias

Julio Llamazares
Entrada a la cripta de la iglesia de las Trinitarias, en Madrid.
Entrada a la cripta de la iglesia de las Trinitarias, en Madrid.NAVIA

La del alba sería cuando el viajero salió de su casa…

Si no fuera una obviedad, este relato comenzaría así, remedando una de las frases más célebres del libro que le hará de guía, que no es otro que la más grande novela que, junto con la Ilíada y la Odisea y alguna otra que el lector quiera añadir de su parte, se ha escrito en la historia del mundo, la de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, de don Miguel de Cervantes Saavedra. Como a Azorín le ocurriera hace más de un siglo, al que escribe le llamaron del periódico (a él de EL PAÍS, a Azorín de El Imparcial) y le propusieron hacer el viaje de don Quijote para celebrar los cuatrocientos años de la publicación de la segunda parte de sus aventuras (a Azorín el encargo se lo hicieron para conmemorar los trescientos de la primera parte, que se cumplieron en 1905), así que lo comienza, como debe ser, encomendándose a los dos autores: a Cervantes por razones evidentes y a Azorín porque su recorrido será el que haga en primer lugar antes de dilatarlo por su cuenta al resto de los territorios que don Quijote también recorrió y que el escritor del 98 declinó imitar ante la precariedad de los medios de locomoción entonces: aparte del tren que le trasladó a La Mancha, el resto de su viaje lo hizo en un carro acompañado por un lugareño. El título de este primer capítulo: La partida, el mismo con que Azorín comienza su narración, es un homenaje a él y a su célebre viaje por La Mancha de hace cien años.

Vídeo: PAULA CASADO / SUSANA RUEDA

Antes de empezar el suyo, el que escribe se dirige, sin embargo, antes de dejar Madrid, a los lugares que en la ciudad conservan la memoria de Cervantes para encomendarse a él, siquiera sea con la imaginación. Falta le hará, como a los que en estos días remueven los huesos de las sepulturas de la cripta de las Trinitarias, el convento en el que el autor de El Quijote reposa (el año que viene hará cuatrocientos años) intentando diferenciar los suyos de los de otros difuntos. Ardua tarea a la que se enfrentan empujados por intereses políticos más que culturales y que tiene al barrio de las Letras, el cantón madrileño así conocido por haber vivido en él los principales autores del Siglo de Oro español, desde Lope de Vega a Quevedo y desde Cervantes a Luis de Góngora (que llegó a ser inquilino de Quevedo antes de enemistarse a muerte con él), en una época en la que la capital, recién nombrada tal por el rey Felipe II, terminaba aquí, entre la curiosidad y la indiferencia de los vecinos y la incomodidad de las monjas, que han visto su retiro monacal interrumpido. Como dice María José, la actual demandadera del convento, oficio que heredó de su marido al quedarse viuda, para ellas todo esto está siendo “un alboroto”. Son sólo trece las monjas — la mitad de ellas peruanas— las que habitan este casón de ladrillo viejo encastrado en el corazón del Madrid antiguo ajenas al ajetreo que las rodea y al trabajo de los arqueólogos que buscan bajo su iglesia al padre de don Quijote.

—Eran más, pero entre las que se han ido a reforzar otros conventos que se habían quedado sin monjas y las que se llevó el anterior capellán al cielo al morir se han quedado casi en cuadro —dice la demandadera mientras barre el fresco zaguán de entrada al convento.

—¿Cómo que se las llevó al cielo?

—Es una forma de hablar… El hombre había estado 33 años de capellán y, a raíz de morirse él, se murieron también nueve monjas prácticamente seguidas. Casi acaba con la comunidad.

En la calle de Cervantes, esquina a la del León, a pocos pasos de allí, la casa de la que Cervantes salió para no volver y en la que se supone escribiría la segunda parte de la novela, recuerda con varias placas a su inquilino (la mejor es una que aconseja: “Sé moderado con tus sueños, que el que no madruga con el sol no goza del día”) y lo mismo hace otra también muy próxima, en el edificio que ocupa el solar en el que estuviera la legendaria imprenta de Juan de la Cuesta, en la que se imprimió un día del año 1605 la primera parte de una novela cuya memoria nos sobrevivirá a todos. Desde el sótano que alberga la réplica de la original imprenta, mientras miro en las paredes ilustraciones de las escenas y personajes correspondientes a diferentes ediciones de las miles que del Quijote se han hecho en el mundo, echo a volar con la imaginación en dirección al territorio en el que suceden antes de subirme al coche para poner rumbo a él cruzando Madrid.

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