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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Libertad a la intemperie

Tener trabajo ya no garantiza medios para vivir. Uno de cada cuatro jóvenes que trabaja es pobre. A esto ha conducido la reforma laboral

Milagros Pérez Oliva
El presidente de Francia, Emmanuel Macron, se fotografía con varios jóvenes.
El presidente de Francia, Emmanuel Macron, se fotografía con varios jóvenes.AP

El Gobierno de Emmanuel Macron ha lanzado ya la que será una de las principales ofensivas políticas de su mandato: la reforma laboral. Por lo que se conoce del proyecto, sigue la estela del que ya intentó el primer ministro Manuel Valls. Se trata de una reforma destinada a “flexibilizar” el mercado laboral, en la línea de las reformas emprendidas en España primero por el PSOE y luego por el PP. Y lo hace utilizando unos argumentos que la reforma española ya ha demostrado que son falaces. La flexibilidad que se propone ha conducido aquí a la precariedad y la devaluación salarial, pero lo sorprendente de este caso es cómo se pueden sostener los mismos argumentos pese a existir ya tanta evidencia en contra.

La ministra de Trabajo, Muriel Pénicaud, ha justificado la reforma en la necesidad de adaptar las normas laborales a las exigencias de un mundo globalizado y digitalizado en el que tanto los empresarios como los asalariados “buscan otras seguridades y libertades”. Sostiene que los empleados tienen ahora “aspiraciones” diferentes, “incluida una mayor movilidad laboral o la posibilidad de teletrabajo”.

En realidad, cuando se dice que las normas actuales son demasiado rígidas, lo que se quiere decir es que son demasiado protectoras y resultan onerosas para los empleadores. Porque, ¿qué tiene que ver la posibilidad del teletrabajo con el modelo de contrato? Si las tecnologías permiten trabajar desde casa y al empresario le interesa, ¿qué problema hay para que el empleado lo haga manteniendo la seguridad y las condiciones de los actuales contratos? No, en realidad, se utilizan los cambios sociales y tecnológicos como excusa. Cuando se vincula la flexibilidad al interés y la libertad del trabajador, se intenta hacer más aceptable lo que en realidad solo es un cambio de modelo para que las empresas puedan externalizar los costes sociales. Que sea el propio empleado, ahora convertido en “proveedor” que trabaja por cuenta propia, quien asuma los costes de cotización, corra con las inseguridades y oscilaciones del ciclo económico y afronte en solitario los envites que el azar infrinja a su capacidad de rendimiento.

Lo mismo ocurre con la movilidad. ¿A quién beneficia realmente? Es cierto que para muchos jóvenes puede ser un factor de enriquecimiento personal y profesional ir a trabajar a otra ciudad o a otro país. Siempre que sea realmente una elección. Pero en el nuevo modelo, ¿la movilidad es un derecho o una obligación? En realidad, se presenta como una oportunidad cuando la plantea la empresa, pero tiene escasa receptividad si es el empleado quien la pide. ¿Por qué será?

La movilidad puede estar bien al comienzo de la vida profesional, pero ¿qué ocurre cuando ese/esa joven cumple 35 años, quiere formar una familia y su pareja trabaja en otro sector si le dicen que se tiene que trasladar?

Lo fascinante de cómo se desarrolla el debate público sobre esta cuestión es la habilidad que tienen los promotores de la reforma para presentar los cambios como si fueran un gran progreso, un indicador de la capacidad de adaptarse a los nuevos tiempos y una oportunidad para ganar libertad. ¿Qué libertad? ¿La de los jóvenes precarios españoles haciendo horas extra sin cobrar?

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Estadística tras estadística, los frutos de la reforma laboral española emergen con claridad: una devaluación salarial sin precedentes y un enquistamiento de la precariedad. Hasta el Banco de España lo reconoce en un informe que acaba de emitir. Todos recordamos al entonces gobernador de la entidad, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, pregonando día sí y día también la necesidad de flexibilizar el mercado laboral para crear puestos de trabajo y acabar con la dualidad del empleo. Empujaba con esta ideas falaces una reforma laboral que no era de su incumbencia, mientras una parte del sistema bancario se iba a pique, algo que sí era de su estricta responsabilidad.

Ahora, el Banco de España reconoce que el contrato a tiempo parcial se ha convertido ya en un elemento estructural del modelo laboral del país. Pero la mayoría de quienes trabajan a medias no lo hacen porque quieren ejercer su libertad, sino forzados, porque no les queda más remedio. Hasta el punto de que la tasa de desempleo se encaramaría al 30%, reconoce el Banco de España, si se descontaran estos empleos a tiempo tan reducido que no permiten vivir pero sí salir de las listas del paro.

La precariedad y la devaluación salarial se ha cebado, según el último informe del INE, en los menores de 39 años, con salarios medios por tramos de edad que no llegan a 22.000 euros anuales brutos. Tener empleo ya no garantiza medios para vivir. De hecho, uno de cada cuatro jóvenes que trabaja es pobre. A eso ha conducido la reforma laboral en España. El debate se repite ahora en Francia. Y me temo que no va a correr mejor suerte.

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