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LOS MATINALES DE EL PAÍS
Crónica
Texto informativo con interpretación

El canto matinal del tierno canalla

Miguel Campello induce a sus seguidores a un apasionado éxtasis colectivo en la Galileo Galilei

Miguel Campello, durante su actuación en la sala Galileo Galilei.
Miguel Campello, durante su actuación en la sala Galileo Galilei.álvaro garcía

Desde aquella mañana de noviembre de 2014 en Casa Patas, cuando presentaba su disco Camina ante un puñado de fieles seguidores y medios de comunicación, puede que al bueno de Miguel Campello no le hubiera tocado pisar un escenario en hora tan tempranera. Pero la nueva edición de este sábado en Los Matinales de EL PAÍS, otra vez en una Galileo Galilei que ejerce como sala talismán, era motivo de peso para propinarle unos enérgicos mandobles a la pereza. “Bueno, a ver si nos despertamos. Muchas gracias por acudir a esta cosa”, se guaseaba Miguelito nada más pisar las tablas, a las 13.10, con su uniforme de gala (camiseta negra de tirantes y rastas disparás) a punto para la ocasión. Y con su guitarrista de cabecera, Víctor Iniesta, como escudero único y decisivo para el formato acústico que marcaba la matiné.

Quien ya fuera cantante e ideólogo máximo en los tiempos de elbicho no será el artista más popular ni vendedor de este país, pero muy pocos pueden hacerle sombra en lo que se refiere al grado de militancia de sus seguidores. Andaba la hinchaba alborotada y expectante, abarrotando no ya las mesas de la Galileo sino los pasillos y hasta la doble fila. Campello había reventado la taquilla del Circo Price no hace mucho, allá por enero, pero tocaba renovar los votos. Y desde la inaugural Siéntate quedó muy claro que a los conciertos de este ilicitano callejero no se va solo a escuchar y emocionarse, o incluso arrebatarse. Hay que acudir con la lección bien aprendida de casa, porque no hubo un solo título que no derivara en multitudinario y emotivo karaoke.

Algunas constantes son innegociables a cualquier hora del día, sea la de las brujas o la del vermú. Miguel comparece con su botella de tinto, a la que prefiere amorrarse para no tener que verter el líquido en la copa. Y entre el calor climatológico, el humano y el que proporcionan los abrazos del dios Baco, el encuentro deriva en catarsis. Más bien en delirio. La chispa, el gracejo y las ganas de improvisar se le avivan al alicantino, que en Lo tuyo y lo mío intercala versos sobre su nula prisa por regresar a la calle y la paciencia de la que habrán de hacer gala los vecinos. Y a la gente les sobran las sillas, la compañía y hasta los panchitos, convertido todo el local durante 100 minutos en un coro revitalizante y fervoroso.

“¡Que hemos petao la Galileo!”, se regocija Miguel, alias Chatarrero, en otro verso inventado para la ocasión, esta vez durante Aire. El flamenquito, la rumba, las palmas, las ardorosas proclamas de amor son ingredientes fundamentales para un hombre que sigue la estela de Estopa o Mártires del Compás y que hace aflorar siempre una personalidad arrolladora y visceral. Ayer terminó incluso rompiendo la hoja de repertorio, a la vista de que no hacía más que traicionarla.

Esta vez solo tuvo que aguantar las ganas de marcarse alguna voltereta, a la vista de que el exiguo escenario no era apto para malabarismos. En todo lo demás, indudablemente, se salió la suya. Incluso en la lucha contra el calor: “A falta del Fujitsu, bueno será esto”, avisó al desenfundar su abanico durante Macetero.

Pocos como Campello, visto lo visto, para actualizar el perfil del tierno canalla. Este Chatarrero levantino es un viva la vida, pero de la mejor estirpe posible. Por lo legal. No solo sin molestar a nadie, sino intentando hacerle el día a día más agradable a quienes gravitan alrededor. Un disfrutón nato, sí, pero por la vía del currelo poético. Lo dice su canción, coreada con tanta fuerza que debió de escucharse hasta en El Puerto de Santa María: Miguel es “de los malos, pero quisiera volverse bueno”. No urge: así, tan malote pero tan enamoradizo, lleva tiempo causando estragos.

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