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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El momento carismático

La pretensión de sustituir la confrontación de intereses por un supuesto interés general marca siempre una deriva hacia el autoritarismo

Josep Ramoneda
Donald Trump y Emmanuel Macron, presidentes de EE UU y Francia.
Donald Trump y Emmanuel Macron, presidentes de EE UU y Francia. REUTERS

Decía el presidente francés Emmanuel Macron en este periódico que desconfiaba del “termino populismo, porque tiene varios significados. Muchos, tanto de izquierdas como de derechas, me han dicho que era populista. Cuando los partidos están cansados, se extrañan de que podamos hablar al pueblo. Si eso es ser populista, no es algo malo”. Lo afirma una genuina figura del neoliberalismo reinante, que ha pasado de la nada al poder máximo de la República francesa en un año, precisamente porque ha sabido captar las causas del malestar.

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En la misma entrevista sitúa como prioridad “la construcción de una Europa que proteja”, es decir, el reconocimiento de que la crisis europea es una crisis de desamparo y que en vez de “utilizar los temores” lo que hay que hacer es “convertirlos en energía”.

Estamos en la fase de propagación del relato del nuevo presidente y habrá que esperar por donde se decanta la ficción cuando enfrente las rugosidades de la realidad. Pero en las frases citadas, Macron deja dos pistas de interés: el cansancio de los partidos se expresa en la incapacidad de hablar al pueblo. Devolver la confianza a la ciudadanía es fundamental. Por eso hablar de populismos no lleva a ninguna parte, es sólo una arma defensiva de los campeones “de la moderación y del sentido común” que se autolegitiman señalando como radical a todo lo que se mueve.

Pero, la pregunta es: ¿Recuperar la capacidad de dirigirse al pueblo significa el resurgimiento del modelo carismático? ¿Es protocolo imprescindible para superar la crisis de la forma partido? ¿Para conducirnos hacia adónde? No hay que adular a la ciudadanía si no “hablar a su inteligencia”, ha dicho Macron para marcar diferencias con “la demagogia”. Pero gobierna Francia con un parlamento neutralizado y un Gobierno a su medida, desde la acumulación de poder y desde la ficción de la superación del conflicto social: “soy de derechas y de izquierdas”. Hasta el punto que se dice ya que los próximos conflictos se dirimirán directamente con la sociedad civil. ¿Es compatible esta fantasía con la democracia?

La democracia es un régimen para la resolución pacífica del conflicto, cuyo principio de selección (la mitad más uno como mayoría) favorece el juego binario, simbolizado por la oposición derecha/izquierda, proyección de diversos antagonismos (antiguos y modernos, burgueses y proletarios, conservadores y progresistas, liberales y socialistas, nacionalistas y cosmopolitas y un largo etcétera)

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No hay democracia sin conflicto. La democracia es más freudiana que marxista, en el sentido de que, a partir del reconocimiento del conflicto, de lo que se trata no es de superarlo sino de encontrar los equilibrios compensatorios que permitan seguir avanzando. Los problemas no se resuelven, se transforman. La pretensión de situarse por encima del conflicto, de representar un interés de todos es siempre la imposición de unos intereses determinados sobre los demás. Lo decía Claude Lefort: La democracia siempre está abierta la incertidumbre. Y si la incertidumbre desaparece, la democracia también. Por eso la tentación carismática, la pretensión de sustituir la confrontación de intereses por un supuesto interés general (que es el interés del más fuerte) marca siempre una deriva hacia el autoritarismo.

La era de las revoluciones terminó en 1989, en que el hundimiento de los sistemas soviéticos cerró el ciclo abierto con la revolución francesa. La democracia salió triunfante, pero perdió rápidamente vitalidad en un tiempo en que se impusieron quienes pretendían desarmar a la ciudadanía disolviendo la sociedad, reduciéndola a una suma de individuos. Ahora los ciudadanos se sienten vulnerables y buscan de nuevo espacios relacionales en los que sentirse mínimamente amparados. El seductor retorno a los liderazgos carismáticos de hechuras tan distintas como Trump o Macron, ¿es un tránsito hacia el autoritarismo o un paréntesis hasta que la sociedad genere procesos de cambio por la movilización pacífica propia de estos tiempos posrevolucionarios?

Necesitamos una democracia incluyente, en que el debate y la confrontación política no supongan la marginación, descalificación y exclusión de determinados grupos sociales. Y eso no lo garantiza un liderazgo carismático que se sitúa por encima de los bandos, es decir, por encima de todos, ni la siniestra consigna del político empleado que sólo repite que no hay alternativa. Ya no se decapitan reyes. Se construyen hegemonías. Es decir, el que consiga determinar el sentido de las palabras gana.

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