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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un racionalista apasionado

Macron sabe que llegar al cerebro es llegar al corazón. Está en un momento de éxito, pero sería ciego si no viera que sólo han votado el 44% de los franceses

Francesc de Carreras
Macron vota en la segunda vuelta de las legislativas francesas.
Macron vota en la segunda vuelta de las legislativas francesas. Christophe Archambault (AP)

Quizás no somos del todo conscientes de lo que supone el fenómeno Macron. Pongamos de relieve algunos aspectos.

El primero y más obvio, su repentino ascenso: de ser un completo desconocido hasta hace tres años ha pasado a convertirse en presidente de la república francesa con un apoyo popular excepcional. Cualquier estudioso de la ciencia política sostendría que es un caso que no puede suceder, no entra dentro de los esquemas de la normalidad. Ahora, a toro pasado, se inventarán muchas teorías para justificar el fenómeno que nadie antes fue capaz de prever.

Pero, además, fijémonos en su currículum. Un joven de 39 años con una trayectoria curiosa y brillante: primero se licencia en filosofía, después estudia ciencias políticas y, como tantos altos cargos públicos franceses, acaba ingresando en la Escuela Nacional de Administración (ENA) para llegar a ser inspector de finanzas. Un gran currículum, pero tampoco anormal entre los políticos franceses.

Con este bagaje, se convierte en alto ejecutivo de la Banca Rothschild y permanece allí cuatro años. Justo después, pasa a ser asesor del presidente Hollande quien, al poco, dando un giro radical a su política económica, le designa ministro de Economía, sucediendo nada menos que a Arnaud Montebourg, del ala izquierda del partido socialista, estatalizador y proteccionista. En ese cargo, durante dos años, Macron lleva a cabo políticas basadas en ajustes fiscales y reducción del gasto, las denominadas políticas de austeridad y, peyorativamente, con desprecio, de austericidio.

¿Cómo un hombre que toma decisiones en principio tan impopulares y que procede de la Banca Rothschild, llega adonde ha llegado, a romper con el viejo sistema de partidos, a agrupar una mayoría de procedencia muy diversa y alcanzar unos resultados electorales inesperados? A mi modo de ver por su capacidad de análisis, por la universalidad de sus ideas y valores, por su honradez moral e intelectual y por su energía en convencer a los demás al saber explicar su proyecto de manera clara y sencilla.

Efectivamente, en agosto pasado, poco antes de dimitir, declara: “La honestidad me obliga a deciros que ya no soy socialista”. ¿Qué quería decir con ello? ¿Había pasado del socialismo al neoliberalismo, a las políticas desreguladoras de Thatcher y Reagan? No, las razones eran otras.

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Macron se distancia del socialismo francés por disentir, no de sus finalidades igualitarias, sino del método para alcanzarlas. Él cree, al contrario que los socialistas franceses, en la superior eficacia de la empresa privada sobre la pública, del librecambismo frente al proteccionismo, del mercado y la competencia frente a la planificación. Resumiendo, en la necesidad de generar la riqueza necesaria para que, vía impuestos, sea posible que las instituciones dedicadas al bienestar social (educación, sanidad, pensiones, seguridad social, asistencia) cumplan con sus finalidades.

Macron se inspira en sus discursos y programas en el liberalismo igualitario, en las ideas de Rawls y Amartya Sen, en una política liberal cuyo fin sea conseguir la “igual libertad” de todos a través de la igualdad de oportunidades y la limitación de las desigualdades económicas mejorando la situación de aquellos a los cuales la vida no les ha dado las ventajas y capacidades de partida (educación y cultura familiar, patrimonio heredado, inteligencia natural, etc.) de que gozan otros.

Estas son las ideas básicas que Macron ha expuesto y argumentado en los mítines-conferencias de su campaña electoral, dirigidas a convencer a personas de un amplio abanico ideológico. El gran valor de Macron, a mi modo de ver, es que se trata de un político con ideas largamente meditadas en oposición a las ideas dominantes, con capacidad de trasmitirlas porque está profundamente convencido de las mismas y con la honestidad de hacer todo eso sin complejos. Esto es lo que han apreciado los franceses que le han votado, sean de derechas, de centro o de izquierdas. No es demagogo, ni panfletario, ni populista: es un racionalista apasionado que sabe que llegar al cerebro es también llegar al corazón.

Está en un momento de éxito, no hay duda. Pero sería ciego si no supiera ver su parte de fracaso: la abstención ha alcanzado el 56% del censo; sólo han votado el 44% de los franceses. Ha convencido a muchos, más que los otros partidos, pero aún quedan muchos por convencer. Esta es la difícil tarea que le aguarda en sus próximos, y muy difíciles, cinco años.

Francesc de Carreras es es profesor de Derecho Constitucional

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