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CANCIÓN / Chris Garneau
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La belleza dolorosa

El neoyorquino debuta en Madrid con un concierto solista en Matadero tan triste como hermoso

Chris Garneau, durante un ensayo, ayer, en Madrid.
Chris Garneau, durante un ensayo, ayer, en Madrid.

Había una entrada solo tímida este viernes para ver a Chris Garneau en la sala Max Aub del Matadero, pero con protagonistas como él merece la pena ir despacio y disfrutar de un encandilamiento progresivo. Sobre todo porque este hombre sensible y torturado, hasta ahora solo familiar en círculos reducidos, merece con probabilidad la catalogación de artista perdurable. Esta aparición en solitario del viernes, de una hora exacta (el sábado repetía), dejó sensaciones de hondura y desamparo, de aullido contenido. Duele vivir, a veces, viene a explicarnos Garneau. Y la misma belleza puede resultar profundamente dolorosa.

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“Debería haberte matado, hijo mío”. Se requiere coraje para abrir una canción (Sad news) y el concierto entero con un verso de este porte. La pieza transcurre al piano sobre arpegios muy clásicos que se van emborronando con disonancias e “intervalos oscuros”, si queremos recurrir a la definición de Keith Jarrett. Y así sucederá más veces a lo largo de un repertorio que incluye títulos como Canción de invierno (en dos ocasiones), Sin Dios o Emboscada. Todo es triste y sutil, más aún cuando nuestro cantautor se sienta ante su pequeño teclado Roland para esbozar acompañamientos mínimos y etéreos.

Nacido en Boston pero neoyorquino de adopción, Garneau es un hombre muy menudo y de atuendo nada académico: una camiseta negra, abierta y sin mangas que dejaba a la vista una deslavazada colección de tatuajes. Observa al público de refilón, como temeroso de que su mirada se cruzara con la de algún espectador. Y eleva una voz emocionantísima, por lo general atribulada y algo temblorosa, pero abierta siempre a docenas de matices. A veces muy frágil, como al comienzo de The island song; en otras ocasiones doliente, incluso enrabietada. Pueden venirnos a la cabeza Anohni (sobre todo cuando era Antony Hegarty), Patrick Wolf o la alianza entre Nico Muhly y Teitur, pero Chris Garneau tiende a un menor movimiento armónico. Como si quisiera acotar el dolor o, probablemente, reconcentrarlo.

Debutante en Madrid, Chris desgranó historias de tormento interior y de profundo desarraigo (“Ya no me gusta esta ciudad, por esto me estoy yendo”), y adelantó alguna prometedora pieza (Tower) de su inminente cuarto álbum, con el drama y la penumbra como hilos conductores. Pero nos seguimos quedando por ahora con la bellísima Baby’s romance, vitoreada de pura emoción incluso con su estribillo ahora amortiguado, reconstruido para hacerlo menos hermoso. Quizá la belleza también le duela a Garneau; igual que le dolía a Elliott Smith, recordado en los bises con Between the bars. Con versiones así, no hay manera de que dejen de sangrar las heridas.

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