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Dos errores y un acierto

El desenlace del Procés depende de la capacidad de cada parte para evaluar con precisión la correlación de fuerzas

Lluís Bassets

Seguro que muchos lectores reconocen al autor de este texto: "Como cualquiera puede empezar una guerra a voluntad, pero no acabarla, un príncipe, antes de embarcarse en una empresa, debe medir bien sus fuerzas". Sí, es Maquiavelo, pero el de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, tan aleccionador como El príncipe e incluso más rico de sugerencias. La que nos hace en el capítulo titulado El dinero es el nervio de la guerra, según la opinión común, es un consejo que hubiera necesitado Artur Mas en setiembre de 2012 cuando empezó el proceso independentista.

Aquello no empezó con buen pie. Mas disolvió el Parlament para buscar una mayoría soberanista indestructible que le permitiera negociar a cara de perro con el Rajoy de la mayoría absoluta, y se encontró en manos de Esquerra y con el principio del fin de Convergència. Falló, ante todo, en la evaluación de fuerzas. También en la confianza excesiva en sus propios medios, el dinero (sobre todo de los presupuestos a su disposición desde que controlaba todas las grandes administraciones catalanas). Según Maquiavelo, no es el oro el nervio de la guerra, sino "muchos y buenos soldados, capitanes prudentes y buena suerte".

Los errores fueron dos. El primero, respecto a las propias fuerzas. El independentismo ha hecho un gran salto, pero no cuenta con una mayoría suficiente y ha quedado estancado en su evolución al alza. Conseguir mayores avances, que nadie debe descartar frívolamente, requiere tiempo y persistencia en el inmovilismo de Madrid. Para que prosperaran los planes de Mas, cada uno de las hitos —elecciones anticipadas, consulta unilateral del 9N y nuevas elecciones plebiscitarias insuficientes— debió arrojar resultados mejores y crecientes, lo que no ha sido el caso.

El segundo error afecta a las alianzas. Si con las propias fuerzas el error fue cuantitativo, en este caso es cualitativo. El independentismo apenas cuenta con simpatías exteriores significativas. Lo mismo sucede en el conjunto de España, donde las simpatías que suscita en la nueva izquierda se deben más a razones tácticas y oportunistas que a una adhesión a la idea de autodeterminación independentista.

¿El acierto? Artur Mas siempre evaluó correctamente el inmovilismo de Rajoy, con su negativa a un pacto fiscal, a la reforma de la Constitución, e incluso a cualquier forma de diálogo que pudiera haberse habilitado en 2012 para evitar la escalada que luego se ha producido. La actitud del PP ante Cataluña no ha variado y ha sido decisiva para la polarización, desde que se retiró de la ponencia del Estatut en 2005 y recogió firmas contra los catalanes antes de recurrir ante el Constitucional. Eso lo vio el ex presidente catalán, de forma que ha podido moverse con la seguridad de que no habría oferta alguna que cortara el paso a la cabalgada independentista.

El proceso está tocando a su fin pero no se ha cerrado el momento maquiavélico en que hay que evaluar de nuevo las fuerzas de cara a un desenlace que los dirigentes dibujan como una ruptura con la legalidad. De nuevo hay que contar con las propias fuerzas, pero en este caso no para contarlas sino para algo más difícil, como es movilizarlas de forma militante y permanente, incluso con riesgos violentos según aventuran a formular los más radicales. De nuevo hay que contar también con la evaluación de la fuerza del adversario, que se supone enorme pero de dudosa capacidad de contención.

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Cuenta a favor del Procés que el listón cuantitativo está más bajo. Basta una masa de militantes bien distribuida por el territorio y sobre todo en Barcelona para obtener la situación disruptiva que justifique una culminación fructífera. No podemos engañarnos respecto al objetivo. Con el uso partidista de las instituciones —esperemos que no llegue a los Mossos d'Esquadra— el independentismo está erosionando la autonomía e intentando convertir este suicidio del autogobierno en la ruina de la democracia española. Autonomía y democracia están tan estrechamente vinculadas en la historia y en el propio texto de la Constitución que no puede haber una sin la otra, y de ahí la absurda idea de suspender la primera por la aplicación del artículo 155.

Quedan las alianzas. Si se llegara a una situación extrema, ese Maidán barcelonés ansiado por el independentismo más ardiente, se abriría una oportunidad de internacionalización. Aún así, con fuerzas de choque suficientes y un error en la reacción del gobierno, no está claro en el panorama actual —Trump, Hungría, Polonia, Turquía— que un retroceso democrático evidente produjera la misma impresión en el mundo que pudieron imaginar en 2012 quienes hicieron los primeros cálculos. Cabe una repetición de los errores y que el acierto no sirva para nada, de forma que el desenlace confirme la insuficiencia independentista, el vacío internacional y la fortaleza del Estado.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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