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Café de Madrid

Helado velo blanco

El autor reconstruye la sensación de vivir una primavera en Madrid mientras la nieve sorprende a los caminantes

Dice la poeta palindromista Merlina Acevedo que la nieve es el vestido de novia del viento y la primavera ha llegado a Madrid con el helado velo blanco de una gasa algodonosa que no cuaja en granizo, como para recordarnos que la felicidad es llovizna inesperada y efímera. Incluso para quienes caminan con prisa, agachándose con desdén, o para quienes precavidamente abren paraguas como flores negras, la insólita nieve de esta primavera madrileña es una felicidad de minutos que se extiende por cuartos de hora y se ven los niños que sonríen sacando la lengua al cielo y los ancianos que extienden los dedos de los guantes como si lavaran su conciencia con la ilusión limpia de que tanta caspa gratuita no deje nunca de llover.

Durante el lapso que confunde a las bufandas y arrepiente a las faldas cortas, la nieve de esta primavera enrevesada bañaba la confluencia de encontradas esperanzas: los que ni caso hacían a los vaivenes del clima y los que miraban absortos el recordatorio de pasados inviernos: parecían entonces canosas las melenas de los jóvenes y se tapan de pronto las calvas de los ancianos resignados; todo el velo blanco se derretía sobre los asfaltos y acaso en los prados se lograba convertir en alfombra fugaz. De pronto, se asomaban por las ventanas las miradas que llevaban toda la mañana entre cortinas recalentadas, leyendo otros párrafos, sorprendidas de pronto por miles de diminutas páginas minúsculas e inéditas que lloraban sobre Madrid exigiendo durante unas horas el silencio necesario para una renovada redacción de aguanieve serena.

Nevaba sin nevar del todo y Madrid saboreaba un remanso que parecía suspender el orden de sus desórdenes: lo que se llama un paréntesis. Ya saldrá el Sol en pocas fechas para justificar las mangas cortas o el corte de mangas, ya vendrán oleadas de calores inesperados y la vuelta de ventoleras repentinas, ramalazos de vientos ajenos e incluso otras versiones de la callada quietud que se sintió durante el simulacro de nevada intensa que tendió ese helado velo blanco sobre el rostro de una ciudad entrañable como para recordarnos lo que ya sabía el poeta Eliseo Diego: la lluvia es no más que un ajeno llanto por la cara que encierra todas las tristezas y las muchas alegrías que nos depara la llegada de una enésima primavera, posiblemente inesperada.

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