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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Más allá de Lleida

La capital del Segrià se ha convertido en una ciudad de monopolios y ententes cordiales, de grupos mediáticos y políticos que pretenden ir tirando

El alcalde Lleida, Àngel Ros, en julio de 2015.
El alcalde Lleida, Àngel Ros, en julio de 2015.M.MINOCRI

Han pasado seis meses desde la publicación, en estas mismas páginas, de La ciudad lejana. Ese artículo, que describía algunas particularidades de la vida política y mediática de Lleida, provocó una buena polvareda. Medio año más tarde se entienden mejor las reacciones que suscitó. Pasado cierto tiempo, compruebo que si de algo pecaba el artículo era de quedarse corto. Lo que sucede en Lleida va más allá, es por ello que el letargo al que la tienen sometida las fuerzas políticas que la gobiernan tiene una explicación un poco más compleja.

La mala gestión de la retirada de las placas franquistas de las últimas semanas es una de las mejores metáforas que podemos encontrar: ante el problema, inhibición, que cada cual haga lo que le plazca, que se cojan una escalera y las quiten. Una empresa de gasolineras se apunta el tanto, la Paeria rectifica y al final se hace el peor de los ridículos. Lo malo es que estamos hablando de la memoria histórica y que se trata de continuidades municipales con alcaldes franquistas que colaboraron activamente en la represión de vecinos de la ciudad. O sea, que a pesar de lo grotesco, mejor que nos riamos un poco.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? En el anterior artículo hablaba de la ciudad lejana, de la Lleida acomodada y acomodadiza, de la Lleida cómoda para el poder. Para cualquier poder, sobre todo para el del Estado. Lleida y su provincia nos recuerdan tiempos pasados y reproducen los mecanismos de poder sociovergentes de los ochenta y noventa, solo que estamos en 2017 y esos pactos gallináceos para mantenerse unos en la Diputación y otros en el Ayuntamiento son un verdadero lastre. Ahí tienen al candidato a la alcaldía de Lleida sin margen de maniobra porque el PDeCAT tiene miedo a perder la Diputación. Ros en la Paeria y Reñé en la Diputación de Lleida representan hoy el inmovilismo por excelencia. Tan inmóviles dejan las comarcas que las convierten en provincia. En el artículo anterior hablaba de la ciudad sin competencia, y sé que la política en Lleida vive, precisamente, de que no la haya. Hay que levantar polvaredas, es la mejor garantía de que un día u otro los lodos se van a acabar.

Seguramente nada de esto se entendería sin otros conflictos que sobrevuelan Lleida. El primero, claro está, es el proceso de independencia, que ha sido como una enmienda a la totalidad de las políticas municipales. El propio Ros se erigió como paladín catalanista para después pactar con Ciudadanos hasta la política lingüística. El otro, derivado o consecuencia del anterior, el conflicto de desgaste permanente que llega de Aragón y que impugna las históricas relaciones de Lleida con su área de influencia en la comunidad vecina. La tibieza con la que se han defendido acuerdos como el sanitario con los pueblos de la Franja y la renuncia a una política cultural líder en la zona. Lo que no sabe Lleida es que renunciando al liderazgo el empobrecimiento propio está más que asegurado. Aunque en la Universidad de Lleida les cabree leerlo.

La capital del Segrià se ha convertido en una ciudad de monopolios y ententes cordiales, de grupos mediáticos y políticos que pretenden ir tirando. Son los principales interesados en mantener un statu quo que les beneficia más que a nadie. Cualquier cambio los va a descolocar, de ahí que no se tenga ningún reparo en dar instrucciones a los periodistas más molestos. ¿Qué mejor garantía de inmovilismo que ver a Ciudadanos en la alcaldía? Por tener, tenemos hasta el presidente de Sociedad Civil Catalana. ¿Qué mejor muestra de sumisión lingüística y de parálisis cultural? ¿Les extraña el conflicto por las obras del arte sacro? Que quien más se haya significado hasta la fecha en este caso sea Albert Velasco, conservador del museo, es la mejor metáfora de todo este asunto.

Àngel Ros, interpelado en Twitter sobre las placas, dejó en manos de los vecinos la presencia de las mismas. Que lo que les pareciese mejor, supongo que por cumplir las bases de lo que se llama democracia participativa. Se lo preguntaban a él, no a los vecinos, pero su respuesta fue la de lavarse las manos. Es la realidad que la falta de oposición real ha forjado en Lleida, y más allá, una dinámica redundante donde lo que no es ciudad es comarca, y lo que no es Paeria es Diputación. Ay, menos mal que está la CUP y que la gente empieza a despertarse.

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Francesc Serés es escritor.

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