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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Esto va de democracia

Se quiere proclamar la independencia de espaldas a una ciudadanía que será llevada al paraíso prometido sin que nadie le haya explicado ni las condiciones del viaje ni los costes a pagar por la aventura

El president de la Generalitat, Carles Puigdemont.
El president de la Generalitat, Carles Puigdemont.TONI ALBIR (EFE)

Hace unos años, un prestigioso historiador catalán, ahora en el campo del soberanismo, escribiendo sobre los proyectos reformistas de Francesc Cambó y la Lliga Regionalista en los años de la Restauración, decía que “no hay que confundir voluntad de reforma, de descentralización e incluso autonomía política con una auténtica democratización del sistema político español”. Y tenía toda la razón. Lo que pretendía entonces el cuerpo principal del catalanismo tenía poco que ver con la democracia y mucho con la defensa de intereses de clase, que pasaban, precisamente, por mantener alejadas a las clases populares de cualquier influencia sobre el sistema político vigente. Lo contrario, pues, de cualquier programa democratizador.

Por supuesto, eso era solo una parte del catalanismo, si bien la principal entonces, la que encarnaba, por decirlo en términos de ahora, su centralidad. Hoy las cosas son muy distintas. Esa centralidad anda muy disputada entre un independentismo conservador en lo social y liberal en lo económico en plena reconversión orgánica y un populismo vagamente socialdemócrata, ansioso de consolidar el sorpasso electoral sobre su viejo rival, ahora maltrecho por las adherencias pujolistas y su corrupción sistémica.

Un siglo, efectivamente, no pasa en vano. Sin embargo, lo que permanece invariable es la voluntad de dar gato por liebre, haciendo pasar por afán de profundizar en la democracia lo que poco tiene que ver con ello. Más bien lo contrario. La inefable “revuelta de las sonrisas” ha sido presentada por sus impulsores como un ejercicio de democracia frente a un Estado español que es justamente la negación de la misma. Sin distinguir, interesadamente, entre Estado y gobierno del Partido Popular, que ni es eterno ni ha estado ahí desde el principio de los tiempos. Y pretendiendo ocultar que el partido del presidente Puigdemont es corresponsable, en grado no menor que socialistas y populares, de la construcción de la España y la Cataluña que ahora tenemos. Pareciese como si ellos simplemente pasaban por allí. Y no, ni mucho menos.

Es cierto: algunas actuaciones del gobierno de Rajoy amenazan seriamente las libertades individuales. La ley mordaza, el papel de la fiscalía en juicios recientes contra sindicalistas, activistas sociales y, sí, algunos independentistas o la discutible reforma del Tribunal Constitucional son ejemplos que muestran hasta qué punto la libertad de expresión y el derecho al disenso están amenazados. Ahora bien, que el gobierno del PP no se caracterice por su sensibilidad democrática no autoriza a los demás a actuar de la misma manera.

Así que volvamos a las sonrisas. Para ser un movimiento que repite como un mantra que esto, la construcción de un nuevo estado, va de democracia, determinadas actuaciones de sus dirigentes y de algunos de sus publicistas producen sonrojo. No voy a volver sobre la falta de una mayoría social y política que legitime lo que se está haciendo: no existe por mucho que se empeñen quienes empujan hacia el desastre que se avecina. Dejemos de lado el retorcimiento de la historia para ajustarla a las necesidades del proyecto independentista. Obviemos el sectarismo informativo de los medios públicos y de aquellos que no sobrevivirían sin las subvenciones de la Generalitat. No tengamos en cuenta los libros que hacen la lista de traidores desde 1714, los ramalazos liganordistas de un sector no despreciable del movimiento ni los manifiestos que insultan a centenares de miles de personas que llegaron (ellos o sus padres) hace décadas a una Cataluña que no sería lo que es sin su esfuerzo, incluyendo el restablecimiento del autogobierno y la recuperación de la lengua.

Olvidemos todo eso y centrémonos en el proyecto de consumar la “desconexión”, es decir, de proclamar la independencia, violentando el reglamento del Parlament, impidiendo el debate, no solo parlamentario, sino también social, de una ley que permanece guardada bajo llave en un cajón, negociada a escondidas y de espaldas a una ciudadanía que será llevada al paraíso prometido sin que previamente nadie le haya explicado ni las condiciones del viaje ni el nuevo paisaje en que le tocará vivir ni los costes que habrá que pagar por la aventura. Efectivamente, esto va de democracia, y lo peor no es el atropello a la que la están sometiendo, sino lo que nos espera si se salen con la suya. Cuando el fin justifica los medios, solo cabe esperar lo peor. Y ahí estamos.

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Francisco Morente es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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