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CAFÉ DE MADRID

Mira que te miro

Las miradas de Madrid encandilan e intimidan; la capital te mira a los ojos como ninguna otra ciudad del mundo

Jorge F. HErnández

Cómo mola que Madrid te mire fijamente de frente, como si te reconociera. A veces y quizá sólo de vez en cuando, porque hay días en los que resulta intimidante: se te queda mirando como si llevaras una mancha de callos en la pechera o huellas de un nefando catarro en las fauces y avanzas sin saber a ciencia cierta qué te ve la gente: las pocas personas, los prójimos y los próximos; los que ya conoces de vista y los que se cruzan al azar y deprisa, decididos a llegar siempre a una cita que nadie entiende, pero no sin antes mirarte fijamente. Para que te quede claro que Madrid te mira a los ojos como ninguna otra ciudad del mundo.

Podrás perderte en París, deambular en Madrid o buscarte a ti mismo en un Berlín que ya no existe, pero nadie te mirará a los ojos fijamente como sólo lo logra Madrid. Con una sonrisa de párpados lánguidos, que a veces parece el guiño de una confirmación. Allí en plena Gran Vía, cientos de ojos de todos los colores te miran al pasar en segundos, que se prolongan según los pasos. O en el sereno atardecer de lo que le queda de invierno en la Plaza de Oriente, donde un par de ojos negros, envueltos en una bufanda de siglos, te miran directamente a la conciencia.

Supón que se lee el secreto que llevabas tramando de madrugada y que toda mirada de Madrid al paso va leyendo sin hablar de eso que creías que era sueño. Supón que alguien descifra, en el largo sendero subterráneo del Metro, lo que significa en tu cerebro un recuerdo intacto; una vieja culpa; una deuda pendiente. Te mira hipnotizada la niña que va en carriola y el anciano con todas las dioptrías de su biografía acumulada. Te otea de reojo el serbio, que alguna vez jugó baloncesto, y la simpática gordita que parece portera de un edificio derrumbado por la modernidad del mismo Madrid, que te mira en las pupilas de las niñas que van riéndose al salir del colegio.

Y la parvada de monjas de hábitos trasnochados como especie en peligro de inminente extinción; te mira el conductor del autobús de bigotes de morsa y cejas como moqueta de sus pupilas de viajero de tren antiguo y te mira la señora de la papelería que envuelve como regalo los bolígrafos con los que pretendes anotar cada una de las miradas de Madrid que te ven pasar, inventándote al vuelo un cuento para cada párrafo del día por el juego involuntario donde tú mismo intentas narrar cada página de Madrid, leyendo como ensayo cada cara que te cruzas en la redacción andante de una ciudad que se escribe porque cada uno de sus fantasmas te lee.

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