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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Señales que vienen de Francia

Mientras Macron crece, los socialistas recortan ellos mismos su espacio, vergonzantemente adosados a la derecha y temerosos a la hora de mirar hacia las izquierdas, como el PSOE

Josep Ramoneda

Extraños tiempos estos en que el líder de la República Popular China, Xin Jinping, se erige, en Davos, en el principal propagandista de la globalización neoliberal. Los efectos de las grandes transformaciones tecnológicas, económicas y sociales de las tres últimas décadas, están alcanzado a la política occidental. Los cambios institucionales a menudo llegan con retraso, las sociedades van más de prisa que los rígidos aparatos de Estado. A Europa le han pillado en fase crítica de su construcción y en un momento de toma de conciencia de que su papel decreciente en el mundo, de modelo a museo. La incertidumbre se ha agrandado al quedar la Unión atrapada en la pinza Trump-Putin, que comparten un objetivo común: debilitar a Europa. Al tiempo que el inicio formal de la negociación del Brexit abre una brecha extremadamente peligrosa: si a Gran Bretaña le sale bien, las fugas pueden producirse en cadena.

El desconcierto político se hace especialmente visible en Francia, que vive su momento institucional supremo: las elecciones presidenciales. La desconfianza en la clase política se ha traducido en que en todos aquellos casos en que se ha habido primarias (los republicanos, los socialdemócratas y los verdes) el candidato que tenía más apoyos entre el núcleo dirigente del partido ha perdido. La carrera ha sido para outsiders que no entraban en los pronósticos: François Fillon, Benoît Hamon y Yannick Jadot.

Dice Ian Buruma que “la única manera de salvar la democracia liberal es que los partidos tradicionales recuperen la confianza de los votantes”. Es un razonamiento conservador, en el sentido de que se mueve en la lógica del pasado. Pensar que el problema lo tienen que resolver los partidos de siempre es en el fondo una manera de evitar plantearse lo que se ha hecho mal para que la desconfianza en los políticos —que no en la política, los franceses responden siempre— sea tan grande. La obsesión por el modelo cerrado —no hay alternativa, que ha entregado la socialdemocracia en manos de la derecha— ha roto la dinámica constructiva del pensamiento crítico y ha conducido directamente al precipicio. Si no hay alternativa, no cabe pensar que las cosas se podrían haber hecho de otra manera. Ni siquiera la discrepancia tiene sentido. El camino está marcado. Y así la democracia se queda sin aliento. Al final del precipicio está el autoritarismo posdemocrático, que está ya alumbrando como destino de la impotencia de los partidos de siempre.

En esta política vaciada de sí misma, François Fillon, ahora en apuros porque hizo de la honestidad lema de campaña teniendo la cola de paja, introdujo un recurso inesperado: utilizó su condición de católico como atributo electoral, algo insólito en la cultura laica francesa, amparando así el repliegue identitario de unos ciudadanos, descolocados por la cultura global, que buscan referentes ya conocidos, y dando resonancia a la polarización religiosa que emana del discurso antimusulmán. La extrema derecha ha colonizado las mentes de los partidos de siempre.

La vía de ruptura con los partidos tradicionales —la potencial sorpresa de estas presidenciales— la encarna, como en Estados Unidos, un antisistema del sistema: Emanuel Macron. Sólo que el personaje Macron, con un toque de esnobismo francés y un plus de europeísta militante, es un impecable contrapunto al amoralismo hortera de Trump. Su exitosa irrupción desde la nada da la medida del estado de los partidos. Mientras Macron crece, los socialistas recortan ellos mismos su propio espacio, vergonzantemente adosados a la derecha y temerosos a la hora de mirar hacia las izquierdas (exactamente igual cómo ocurre en el PSOE). Así, arrinconan a Benoit Hamon en una franja de su electorado y dejan que Macron les robe parte de la otra franja.

El presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, hizo balance de las amenazas que vive Europa y se olvidó, a mi parecer, de la principal: la fractura generacional. Mientras los mayores disfrutaron de los años de bienestar fruto de los pactos de posguerra, los jóvenes, a menudo mejor preparados, viven con pocas expectativas y grandes dificultades para instalarse. Urge una renovación general del sistema político que incorpore a los jóvenes y saque a Europa del miedo a un mundo en cambio. Por eso el joven Macron, sin partido ni historia, talonea ya a Fillon y el irreverente Hamon le ha robado la cartera a Valls.

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