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Café de Madrid

De capa, sin espada

El autor defiende el uso de la típica prenda española y se asombra de que los paseantes sorprendan a su paso

J. F. H.

Una amiga me regaló una capa española para encarar los fríos y –a falta de abrigos dignos en la sección “Tallas Grandes” en tiendas de prestigio—me ha dado por deambular entre brumas de deshoras y amaneceres grises con las frondosas alas de vuelos en terciopelo rojo y botonadura de plata al cuello de esa prenda que lamentablemente ya no es popular entre el populacho.

Parece mentira que el paso de las décadas ha convertido la simple aparición de un embozado para llamarle la atención a madrileños –nativos, adoptivos y visitantes—con el asombro pasmado de quienes de pronto no encuentran explicación alguna para la prenda. Está el camarero que creyó que yo era miembro de una tuna o estudiantina salmantina y me indicó que no podía pedir limosna en su café, al tiempo que una viuda de no malas apariencias me pedía que le tocara “Clavelito”; están los niños que en un paso de cebra me preguntaron si era yo mago, señalando que me faltaba la chistera con todo y conejo o la panda de jóvenes en carcajadas que creyeron que yo era el hermano obeso de Drácula.

Con la capa sobre los hombros parece que camino más erguido que de costumbre, incluso sin que se note si voy de capa caída; con los vuelos rojos del terciopelo encendido parece que logro un alto grado de tolerancia ante el alud de miradas desconcertadas que se preguntan si acaso seré un cetáceo amaestrado fugado de un circo o un tenor prófugo de cualquier opereta circunstancial.

Embozado, parezco el misterio de un chambergo enredado bajo los ojos y el párrafo inédito de una novela en blanco y negro. Si la llego a combinar con boina o txapela, soy capaz de intimidar a más de un taxista que no me levanta ni por error y se proyecta con la luz de la Luna esa sombra cinematográfica que alguna vez alcancé a dibujar en un sauna.

Andar de capa y sin espada me convierte de pronto en una ilusión íntima, aunque sea no más que un desconcertante espectáculo para una inmensa mayoría que ha olvidado la muy práctica y elegante bondad de una prenda simple que sobre todas las apariencias me alivia del frío como cobija de cuna, manta calentita que permite hacerle oídos sordos a los patrones de la moda común y cotidiana.

Lo que no acabaré de entender por ahora es el reclamo intempestivo de un hombre que llevaba un gorro tejido de cuernos de jirafa sobre su cráneo que me detuvo para informar que le parecía de lo más raro que alguien levite con la capa al vuelo por las calles y callejas de un Madrid tan impredecible.

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