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Umbrales de ‘meublés’ como piezas de exposición

Un restaurante expone los mármoles desgastados por el taconeo de la prostitución de la Rambla

Alfonso L. Congostrina
Antiguas losas expuestas en el restaurante Amaya
Antiguas losas expuestas en el restaurante AmayaCarles Ribas (EL PAÍS)

“¿Qué son esos mármoles agujereados?, ¿Era una antigua cocina? ¿Son las piedras dónde cortabais la carne?...”, los empleados del restaurante Amaya de la Rambla llevan meses acostumbrados a este tipo de preguntas. Normalmente juegan un poco con los clientes. Son pacientes, dejan que los interrogantes vuelen por la imaginación sabiendo que ni el más aplicado de los comensales dará con la respuesta correcta. El pasado mes de marzo una de las propietarias del restaurante, Mireia Torralba, colocó en la entrada del negocio dos placas de mármol alargadas. Dos lápidas taladradas por dos agujeros, del tamaño de un puño, cada una de ellas. Nadie adivina quién fue el escultor que agujereó de forma tan desigual las piedras.

Uno de los mármoles desgastados cuando todavía servían de umbral
Uno de los mármoles desgastados cuando todavía servían de umbralCarles Ribas

Los camareros, tras poner a prueba a los clientes, cada vez más intrigados, dan una respuesta transformada en un verdadero puñetazo de picardía. La misma Torralba la ha respondido en varias ocasiones. La Rambla preolímpica era un verdadero referente de la “fauna, no precisamente animal” de la ciudad. “En esta parte del paseo, en los números 22 y 24 había dos meublés. Los dos mármoles eran los umbrales de ambos inmuebles. Allí las prostitutas se insinuaban a los clientes durante horas”, recuerda Torralba. Fueron décadas de taconeo que esculpieron unos mármoles testigos de lo que fue esta parte de la ciudad. En 2005 el dueño del Amaya, Ignasi Torralba, junto con el propietario del estanco vecino, Imanol Elguezabal, fueron comprando poco a poco los pisos de ambos meublés. Reformaron los edificios y construyeron un hotel. La reforma era considerable pero Mireia tenía muy claro que quería conservar aquellos mármoles que, quizás de forma involuntaria, se han convertido en una especie de homenaje aquella Rambla de la que poco o nada queda.

Cuando adquirieron los meublés, “los pisos estaban divididos en mil cubículos y cada uno de ellos tenía un lavabo con conexiones de agua muy rudimentarias por lo que tuvimos que derribar toda la estructura”, recuerda Mireia Torralba. Los umbrales desgastados a golpe de tacón seguían allí. “Mi padre y yo desde el primer momento decidimos conservarlos, había mucha gente que nos preguntaba qué íbamos a hacer con ellos. Comenzamos a notar que había muchísimo interés en las losas, así que les dije a los operarios que los arrancaran con mucho cuidado. Al día siguiente, cuando fueron a retirarlos, alguien los había manchado con pintura de spray”, recuerda.Todo un misterio que jamás se resolvió.

La dueña de las reliquias envió los umbrales a un marmolista para que intentara restaurarlos y así fue como después de un tiempo colocó las piezas en un comedor escondido. Hace unos meses son estas piedras las que reciben a la clientela en un lugar de honor: la puerta principal del Amaya. Junto a los dos umbrales de mármol, un cartel que reza: Habitaciones María. También fue recuperado de aquellos meublés. “Las piedras viajaron al negocio del marmolista y volvieron. Hace poco volvieron a irse, sólo seis meses, nada más y nada menos, que a Móstoles”, cuenta Mireia. En la localidad madrileña, las esculturas diseñadas a golpe de tacón formaron parte de la exposición Más allá. Monuments and Other Coincidences en el Centro de Arte Dos de Mayo. Tras el viaje volvieron y ahora las huellas del taconeo están expuestas “no como defensa a una profesión sino como pura arqueología urbana, un homenaje a lo que fue esta parte de Barcelona”.

La Rambla de Santa Mónica era un lugar donde antes de los Juegos Olímpicos se concentraba mayor número de prostitutas. En la actualidad, cuando cae la noche, varias jóvenes ofrecen servicios sexuales en el paseo, pero décadas atrás esta zona era una de las más canallas de la ciudad, repleta de meublés. “Aquí, había veces que un cliente invitaba a comer a una prostituta y su mujer entraba con unas amigas por lo que había que esconderle para que no le pillara”, sonríe Mireia. La clientela actual ha cambiado. Entra, inspecciona las lápidas intentando adivinar si eran parte de una “antigua cocina o, quizás los mármoles donde cortaban la carne”.

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