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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Capitalismo contra capitalismo

China nos recuerda que el capitalismo se adapta a todo tipo de sistemas. La pugna global se centrará cada día más entre autoritarismo y democracia

Josep Ramoneda
Inauguración de una tienda de Apple en China.
Inauguración de una tienda de Apple en China.REUTERS

Desde mediados del siglo XIX la convergencia de ciertas tradiciones culturales de carácter teleológico que, de algún modo u otro, veían la historia como un proceso hacia la redención de la humanidad, ya fuera en el cielo como en la tierra, fue haciendo plausible la idea del desafío revolucionario del socialismo al capitalismo como un paso más en el largo camino hacia la gran reconciliación. Si el proyecto socialista había sufrido ya un considerable desprestigio con el estalinismo y con la realidad cotidiana del llamado socialismo real, la derrota de la URSS en la guerra fría, fue el principio del fin de esta leyenda.

Mientras la URSS se descalabraba y Rusia emprendía un caótico tránsito hacia el capitalismo, el partido comunista chino conducía a su inmenso país a una rápida conversión al capitalismo de Estado. El despotismo asiático construía así un sistema de explotación de gigantescas proporciones, que dio gran crecimiento y que generó envidia en muchos centros del poder económico occidental. Una vez más, el capitalismo demostró su capacidad para adaptarse a sistemas políticos y culturales de todo tipo.

El siglo XXI se abrió con la desaparición del socialismo como sistema alternativo al capitalismo y con ella se desvaneció el viejo mito de la revolución. No sabemos si es un paréntesis, ni si en este siglo se diseñará un nuevo horizonte revolucionario. Este año se conmemorará el centenario de la Revolución Rusa y habrá tiempo para analizar qué queda como legado del comunismo, hasta qué punto la historia lo ha engullido, por lo menos por un tiempo, y en qué formas podría reaparecer. La herencia de la Revolución de 1789 está más o menos codificada. Quizás es el momento de codificar la de 1917.

El hecho es que hoy no hay en el horizonte un sistema económico y político alternativo al capitalismo. Lo que sí hay son diversas formas de decantación del capitalismo. En el momento del triunfo de Occidente en la Guerra Fría se alumbró la utopía del capitalismo liberal como sistema único que abarcaba todo el planeta. Pronto decayó. En realidad, se confundió una globalización de los flujos económicos con una globalización del sistema porque, como casi siempre, no se tuvo en cuenta las rugosidades de lo real.

Recuerdo una conversación con Arjun Appadurai en que, hablando del concepto de modernidad líquida de Bauman, dijo: “Yo también utilizo metáforas del mundo de la física: energía, flujo, mezcla, hibridez, combustibilidad, explosión. Pero creo que líquido necesita algo más. Existen condiciones reales que no son suficientemente líquidas. En realidad son muy sólidas. Deberíamos encontrar una nueva física que nos permita entender la liquidez y la solidez de la modernidad. No necesariamente la vieja topografía determinista marxista, que lo sólido esta debajo y lo líquido encima. No todo es sólido, no todo es líquido, no todo es gas, sino que hay mucha interacción”. Pues bien, en el viaje líquido hacia le hegemonía definitiva Occidente chocó con solidas barreras culturales y sociales, en países que vieron la oportunidad de consolidar la revancha poscolonial. Y de este modo se fueron configurando diversos capitalismos que poco a poco van entrando en confrontación.

En ningún lugar está escrito que capitalismo y democracia vayan juntos. La historia reciente de China confirma la adaptación del capitalismo a los sistemas autoritarios, de modo que hay razones para pensar que el mundo que viene estará protagonizado por el conflicto entre diversos capitalismos (el liberal americano, el social europeo, el autoritario ruso, el aristocratismo petrolero del Golfo o el despótico chino).

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La pugna global se centrará cada día más entre autoritarismo y democracia. Si la política se muestra incapaz de poner límites al dinero, los regímenes autoritarios tienen todas las de ganar. Por eso asusta la figura de Trump, que se va configurando como el plan b del sistema americano, fabricante permanente de miedo, capaz de mutar hacia el autoritarismo si las fracturas sociales (y la nula disposición del poder del dinero a hacer concesiones importantes) legitiman medidas de represión, exclusión y control del malestar ciudadano.

La defensa de la democracia se está convirtiendo en prioridad política. Y a la izquierda le corresponde asumirla en la medida en que la derecha siga desplazándose al extremo. Quién sabe si de las tensiones que genere esta confrontación entre modos de capitalismo emergerá la utopía del siglo XXI, el discurso emancipatorio de la nueva época.

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