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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Normalizando a Trump

Por mucho que su griterío incomodara a una parte de la gente de orden, el nuevo presidente no tiene nada de antisistema. Al contrario, es el plan B del sistema: autoritarismo y restauración ideológica conservadora

Josep Ramoneda

Dice Henry Kissinger que “el fenómeno Trump es, en gran parte, una reacción de la América media a los ataques de los intelectuales y de la comunidad académica contra sus valores”. Es una interpretación que se va imponiendo en la derecha, porque facilita la reconciliación del republicanismo con el nuevo presidente, porque normaliza a Trump y, sobre todo, porque se inscribe plenamente en la deriva conservadora que está viviendo Occidente. Henry Kissinger no hace más que confirmar lo que ya sabíamos: por mucho que su griterío incomodara a una parte de la gente de orden, Donald Trump no tiene nada de antisistema. Al contrario, es el plan B del sistema: autoritarismo y restauración ideológica conservadora —los valores de los supremacistas blancos— como decorado de una política económica con mentalidad de magnate de la construcción.

Mark Lilla, profesor de Humanidades en la Universidad de Columbia, afirma en un artículo reciente que “la izquierda tiene que superar la ideología de la diversidad”. “Celebrar las diferencias”, dice Lilla, “es un formidable principio de pedagogía moral, pero produce resultados catastróficos cuando un partido hace de ellas el fundamento de su política”. Y, en su opinión, Hillary Clinton, “apelando explícitamente al electorado negro, latino, femenino y LGBT, ha cometido un error estratégico. Puestos a mencionar los grupos, mencionarlos todos. De lo contrario los olvidados se sienten excluidos”. La prueba para Lilla es que “no menos de dos tercios de los electores blancos sin diploma superior y el 80% de los evangélicos blancos votaron a Trump”. Moraleja: “la política de las diferencias no hace ganar elecciones, pero puede hacerlas perder”.

Es cierto que Clinton cayó en la trampa que le tendió Trump. Al centrar su campaña en denunciar al grotesco personaje que tenía delante más que en desarrollar sus propias propuestas reforzó la cohesión de los adeptos al discurso de Trump, que hicieron piña en torno al candidato. Y la apelación permanente a la movilización de las minorías contra la amenaza del magnate agudizó la conversión de la campaña en conflicto multicultural. Es cierto también que un candidato presidencial tiene que ser capaz de dirigirse a todos los sectores culturales y sociales, pero la izquierda tiene bastante atrofiados los mecanismos de empatía para acercarse a los sectores tradicionalmente más reacios a votarla.

Pero las reacciones al éxito de Trump se mueven por parámetros peligrosos: unos, irritados, optan por la culpabilización del votante por haberse dejado engañar por un demagogo; otros (como es el caso de Lilla) contemporizadores, por la disolución del conflicto. Como si los partidos concurrentes no tuvieran que representar proyectos ideológicos distintos, que inevitablemente generan posiciones contradictorias. Los valores de la América profunda, de los que habla Kissinger, no son los del partido demócrata, para representarlos ya está el partido republicano. Y los ataques contra ellos son menos graves que los que reciben las minorías en permanente discriminación.

Por eso entiendo que ambos discursos, se quedan en la superficie. En vez de preguntarse el porqué del descontento que Trump ha capitalizado y cómo actuar sobre él (¿por qué la brutalidad de cierto capitalismo conduce a los grupos culturales y sociales a replegarse sobre si mismos, por qué las políticas del establishment de Washington producen rechazo?), se centran en los errores de campaña. El resultado de toda elección viene de abajo —del estado real de país— por mucho que sea sobredeterminado desde arriba, incluso con la viralización de la mentira.

Hacer compatible libertad, diversidad cultural e igualdad de derechos sólo es posible a partir del reconocimiento de las minorías. Y mientras se les siga negando, mientras las instituciones humillen a una parte de los ciudadanos y algunos sectores avalen estas humillaciones, y mientras una parte de la ciudadanía se crea merecedora de más derechos que los demás, habrá que seguir defendiendo a los minorías. Sobre todo gobernando Trump, que ha construido su victoria contra ellas. La izquierda tiene que saber dirigirse a todos, pero sin renunciar a los valores que la separan de la derecha, porque si entra en la presunción de que no hay conflicto ni contradicciones, ni valores genuinos que defender, baja la cabeza y la derecha y el autoritarismo arrasan. Puede que con defender a las minorías no baste, pero si la izquierda no las defiende, la derecha gana siempre.

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