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Miedo y esperanza en Brians

Seis prisiones catalanas han puesto en marcha este verano un plan de prevención de suicidios con cursos y charlas

Cristian Segura
Imagen de una exposición del Departamento de Justicia en Lleida.
Imagen de una exposición del Departamento de Justicia en Lleida.

No sé qué puedo explicar de la vida a los internos del Centro Penitenciario de Brians 2. Le doy vueltas al asunto en un escenario que me parece gigante, frente a un centenar de reclusos procedentes de los catorce módulos de la prisión —cada módulo reúne a los condenados según el tipo de delito, según su riesgo—. Mis dudas se deben a que tengo que hablar del suicidio a personas que saben más del dolor que un servidor.

La Dirección General de Servicios Penitenciarios de la Generalitat contactó conmigo en verano para saber si querría participar en el programa de prevención del suicidio que está en marcha en seis de las diez prisiones catalanas de régimen cerrado. Saray Valdivieso, psicóloga de Servicios Penitenciarios, leyó mi libro La sombra del ombú (Lectio) y consideró que podía ser una buena idea que dialogara con los internos de Brians 2 que habían participado en un seminario de una hora y media sobre prevención del suicidio. La sombra del ombú no tiene vínculo alguno con la experiencia carcelaria, es un reportaje sobre el suicidio de Manuel, un hombre que se quitó la vida en la escuela de mi hermana, durante su graduación. Comenté esto a las profesionales de reinserción al llegar a Brians 2. “Los problemas no son muy diferentes fuera y dentro de la prisión”, fue la respuesta que recibí. Las dos horas que estuve con los internos lo confirmaron. De todas formas, la condena y la privación de libertad son un evidente factor de presión mental.

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Oficio de mujeres

En la cafetería de Brians 2, reservada para funcionarios y v[/TEX]isitas, todo son mujeres. En la zona de aulas de formación, los profesionales que asisten a los presos son mayoritariamente mujeres. Una de ellas me muestra un test que tenían que responder los participantes en el seminario de prevención. Hay una pregunta especialmente dolorosa: “De 10 personas que se suicidan, 8 han advertido claramente de sus intenciones a quienes les rodean. Respuesta: verdadero”. El sentimiento de culpa es el peor legado de un suicidio.

Para acceder a los módulos de internos de Brians 2 hay que superar cuatro controles de seguridad. Sabes que has entrado en la prisión propiamente dicha porque cruzas un perímetro de tres fosos y muros de hormigón alambrados. La nave central es la de las aulas y el teatro. En las aulas se preparan algunos internos para clases de bachillerato, de idiomas o sus cursos universitarios a distancia. La escuela del centro, la CFA Victor Català, organiza talleres de literatura. En sesiones de manualidades han diseñado reproducciones de gran tamaño de los libros que han tenido que leer: Paseos con mi madre, de Pérez Andújar, El hambre, de Martín Caparrós, Ni tan alto ni tan difícil, de Araceli Segarra o un ensayo de Arcadi Oliveres. Observo cómo se va llenando el teatro recostado en el mural navideño que los internos han diseñado en el taller de fotografía: los reclusos se retratarán frente a él para mandar una postal a sus familiares. Hay mucho trasiego en el edificio de formación: asistir a cursos no es obligatorio pero la mayoría lo hace para rebajar la condena.

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Cinco suicidios en las prisiones catalanas en 2016

Un hombre tiene seis veces más opciones de quitarse la vida en prisión que en libertad, según un estudio de 2007 de la Organización Mundial de la Salud. Cinco internos se han suicidado entre enero y septiembre de 2016 en las prisiones catalanas; en 2015, el total ascendió a ocho. Otro apartado estadístico del Departamento de Justicia de la Generalitat indica que en 2015 se produjeron 25 autolesiones graves, y 15 entre enero y julio de 2016. Los psiquiatras apuntan, y confirma el personal de Brians, que las mujeres son más proclives a comunicar un desequilibro mental. Pese a ello, el suicidio más polémico en una prisión catalana en 2015 fue el de una mujer que había denunciado malos tratos.

El trauma de culpabilidad que genera un suicidio es una cuestión clave también en prisión: el equipo que me acompaña en Brians 2 informa que los internos dependen mucho del apoyo entre ellos porque por cada 90 presos solo hay de media tres profesionales de asistencia.

Durante la charla incido en la dificultad de detectar las pistas que deja quien se quiere suicidar porque no estamos preparados para verlas. Quizá por mi insistencia un recluso me pregunta si sabía “del chico que se mató hace poco en Jóvenes”. “Jóvenes” es el módulo de internamiento para los que superan por pocos años la mayoría de edad. Las preguntas se suceden con rapidez. Otro chico me pregunta si hay que ser valiente para suicidarse; respondo que en el momento del suicidio, frecuentemente, la persona ha salido de su yo, que no es él. “Como cuando tomas setas alucinógenas, ¿sabéis?”. Todos ríen, claro que lo saben. No eres valiente, eres inconsciente. “Valiente es el que se queda aquí aguantando”, añade el mismo chico.

El 80% de las personas que se quitan la vida habían advertido de sus intenciones

El hombre que no tiene nada

Cuanto más cuento de mi vida personal, de mis miedos, más se abren ellos. En primera fila, un interno que dice sufrir esquizofrenia confiesa que está en Brians 2 porque mató a un hombre en el metro. No deja de sufrir por lo que hizo pero quiere saber si debe sentirse mal porque no se quiere quitar la vida. Un chico marroquí admite tener miedo porque en su familia se suicidaron dos personas y él es “negro por dentro, violento, me enfado”. Un hombre de avanzada edad confiesa que arruinó una empresa, su familia no quiere saber nada de él y teme el día que vuelva a ser libre porque ya no tiene nada: “Lo normal es que cuando salga, me quiera matar”. El hombre me pide una solución. Alcanzo a decir que ya es un gran paso admitirlo y que en los centros sanitarios catalanes funciona un sistema de seguimiento de personas en riesgo por suicidio.

El diálogo finaliza con la intervención de un joven vitalista, que considera que todo es culpa de “los objetivos que nos impone el sistema, porque si no llegas a ser Cristiano Ronaldo, eres un fracasado”. Mientras los internos esperan a ser llamados para volver en grupo a sus módulos, David se acerca llorando. Lleva 11 años sin ver a su hijo; le quedan 3 años de condena. Es un tipo enorme de dientes raídos. Llora porque ha pensado muchas veces en matarse. Él hace todo lo posible para que su hijo no le olvide, porque dice que su madre le aparta de él. Luego aparece Nelson, peruano, pelo rapado al uno excepto por una cresta india. Nelson es de mi edad —cerca de los 40— y delinquió porque, explica, no tenía con qué mantener a su mujer e hija: “No dejo de trabajar, de esta forma no pienso en el suicidio”.

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Sobre la firma

Cristian Segura
Escribe en EL PAÍS desde 2014. Licenciado en Periodismo y diplomado en Filosofía, ha ejercido su profesión desde 1998. Fue corresponsal del diario Avui en Berlín y posteriormente en Pekín. Es autor de tres libros de no ficción y de dos novelas. En 2011 recibió el premio Josep Pla de narrativa.

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