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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La tortura franquista

La democracia tuvo que ver con el coraje de los ciudadanos que arriesgaron su vida e integridad física por recuperar las libertades

Marc Carrillo

Recientemente se ha inaugurado en el Born, Centre de Cultura i Memòria, una breve pero ilustrativa exposición promovida por el Comissionat de Memòria Històrica del Ayuntamiento de Barcelona bajo el título Això em va pasar. De tortures i d'impunitats (1960-1978). La tortura de la antigua Policía Armada y la Guardia Civil contra el opositor político que no se resignaba a ser un súbdito, fue una práctica habitual de la dictadura de Franco en toda España y que prosiguió en los primeros años de la Transición. Como se afirma en el programa de mano —de lectura imprescindible— el franquismo siempre equiparó la preservación del orden público y la defensa del orden político y social con la represión.

El empleo de la tortura fue una expresión más de la violencia de la dictadura, que nació de una guerra civil y finalizó como había empezado: torturando y matando. Su práctica por las Brigadas Regionales de Información policiales, la policía política del régimen, nunca fue concebida como un tipo penal objetivo perseguible ante los tribunales. Antes al contrario, era su modus operandi, un método para obtener información del detenido, fomentado y amparado con absoluta impunidad por el Gobierno, los ministros de la Gobernación y los gobernadores civiles del régimen.

La exposición cumple con el mandato del artículo 54 del Estatuto dirigido a todos los poderes públicos de “velar por el conocimiento y el mantenimiento de la memoria histórica de Cataluña como patrimonio colectivo que testimonia la resistencia y la lucha por los derechos y las libertades democráticas”. Una resistencia y una lucha que permite afirmar que la conquista de la democracia que condujo a las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977, la Constitución de 1978 y al Estatuto de 1979, se forjó a partir de la protesta organizada en la clandestinidad desde ámbitos políticos, sindicales, vecinales y culturales.

Como se recuerda en la exposición, tras la muerte de Franco la democracia no fue un resultado inevitable ni tampoco la consecuencia lógica de la evolución del sistema económico, de la proliferación del Seat 600 ni del turismo. Fue el resultado de que en toda España la izquierda tuvo una representación política relevante en las Cortes constituyentes y, además, en Cataluña consiguió un apoyo electoral superior que junto con el obtenido por el nacionalismo moderado, hicieron que la libertad, la amnistía y la autonomía política fuesen hechos irreversibles. Y ello tuvo mucho que ver con el coraje que tuvieron aquellos ciudadanos que aportaron lo mejor de sí mismos por recuperar las libertades, arriesgando la vida, la integridad física, el trabajo o el futuro profesional. Ésta es una razón —entre otras— por la que cabe rechazar la profunda estupidez política que sostiene que la transición a la democracia fue un pacto entre élites políticas al margen de la sociedad.

La tortura fue una de las señas de identidad de la dictadura, que además de practicarla contra cualquier detenido, en el caso del opositor político la vinculaba a la obtención de información, a la delación de sus compañeros. El castigo psicológico y corporal buscaba la destrucción de aquél a quien se consideraba enemigo. Como se explica en el Born, la experiencia de quien la ha padecido pervive en el tiempo. Además, en el caso de un militante político, si la policía obtenía la delación era un triunfo para la dictadura y una erosión para su dignidad. La dureza de lucha clandestina era así.

En los últimos escritos publicados tras su muerte, Jorge Semprún reflexionaba sobre el silencio del torturado ante el verdugo, (Exercices de survie, Gallimard, París 2012, p.55-56) en unos términos que describen de forma lúcida la esencia de la vida clandestina, recordando a Jean Moulin, dirigente de la resistencia francesa asesinado por la Gestapo de Lyon, y su propia experiencia en el París ocupado y después como miembro de la dirección del PCE en el Madrid de los años cincuenta: “La experiencia de la tortura no es solo, ni incluso principalmente, la de sufrimiento, la de la soledad del sufrimiento. Es también, sin ningún tipo de duda, la de la fraternidad”. Fruto de la misma, el silencio ante la tortura de los que habían caído (por ejemplo Simón Sánchez Montero), era la garantía de su libertad para continuar la actividad de dirigente clandestino por la libertad de todos.  

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En el Born se reviven relatos similares y cercanos cuya memoria, por dignidad democrática, nunca debe ser olvidada.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la UPF.

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