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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lectura de medios

No se podrá insertar como ciudadanos en el siglo XXI a los jóvenes si no asumen que la información es siempre producto y no transmisión, es fábrica y no naturaleza

Jordi Gracia

Hace muchos años tuve la fabulosa oportunidad de hablar durante una semana en un curso en Lyon para estudiantes avanzados de español. La propuesta llegó de chiripa o, mejor, de rebote, porque se retiró a última hora el profesor encargado de dar el curso sobre cultura española de la democracia que acabé dando yo. Apenas llevábamos veinte años de prosperidad —debió ser en la segunda mitad de los años noventa— pero fui feliz sin tasa: el caramelo no sabía yo que también llevaba dentro su veneno, o el punto de amargura que no supe prever al aceptarlo. Por aquella época, el sistema mediático español no era como el de hoy pero seguía siendo un actor clave de la vida pública, con posiciones políticas fuertes que podían llegar a ser terminales o pantallas del poder.

Algo así sucedió cuando un gobierno conservador liderado por José María Aznar activó mecanismos no exactamente transparentes de acoso a medios periodísticos hostiles: el despliegue que entonces la prensa conservadora desarrolló desde El Mundo o ABC fue descarnado y feroz. En alguna medida las tornas se cambiaron cuando gobernó José Luis Rodríguez Zapatero y sintió que las simpatías por su figura en EL PAÍS estaban por debajo de lo que deseaba y facilitó la emergencia de otros medios más próximos a su talante y sus posturas, y en ese entorno apareció, al menos, el diario Público, cuando se editaba en papel. Y nadie olvida, al menos en Cataluña, la etapa que vivió La Vanguardia de seducción altamente caliente por el proyecto independendista.

En unas y otras páginas es posible hallar hoy los rastros de durísimas posiciones públicas donde la neutralidad informativa o la ecuanimidad interpretativa estuvieron en suspenso. Para los primeros ejemplos, yo era más joven, no enteramente idiota y algo propenso al alarmismo íntimo. Pero me asustó entonces, y me siguió asustando después, esa bunquerización de las posiciones respectivas. Sólo eso: una vaga forma del estupor sorprendido ante los garrotazos y la impudicia. Para los mayores, y me acuerdo de Josep Maria Huertas Clavería, aquello era un síntoma de deterioro democrático del periodismo porque se había desatado dentro de los medios la lucha de poder. Otros creían que se habían vuelto a traspasar demasiados límites de la deontología profesional, incluidas las juveniles almas de cántaro como la mía.

Ni existía Twitter ni existía Facebook y por descontado la amenaza de una prensa digital era un puro fantasma en camisola porque ni se vislumbraba siquiera su poder de transformación de la información y la vida política. Sin embargo, sin saber lo que vendría después, aquello parecía el apocalipsis y lo fue para los atentos, cultos y rubios muchachos (y muchachas: entonces no había que añadirlo) franceses que oían en Lyon mis clases improvisadísimas. Abríamos en el aula las páginas casi siempre de dos o tres periódicos para verificar en asuntos graves tratamientos monitorizados para emitir una determinada posición fuerte, con pocos matices y a menudo incomprensible o excesivamente delatora.

Desde entonces no dejé de hacer en casa lo mismo que aprendí a hacer en Lyon y asumí que la mejor asignatura viva en un instituto de Bachillerato ya no habría de ser el latín ni el griego (en los que en cualquier caso iba yo sumamente pez), pero sí la pedagogía de los medios, la lectura crítica de los papeles, la distancia recelosa y cauta sobre las explosivas batallas que desplegaban sobre determinados asuntos y en determinadas circunstancias. No habría manera de insertar como ciudadanos en el siglo XXI a los muchachos (y muchachas) si no interiorizaban en conciencia que la información es siempre producto y no transmisión, es fábrica y no naturaleza, es artificial y no vegetativa. Ni siquiera había que acordarse de la famosa frase de Marshall MacLuhan de que el medio es el mensaje porque con los mensajes se proyecta públicamente el propio medio, hoy multiplicados en una red inabarcable.

Algunos famosos han renunciado a las redes sociales, según cuentan precisamente lo medios. Es posible que la política menos incendiaria y más solidariamente eficiente con las mayorías, griposas o incluso gripadas, encuentre también sus modos de actuar en el universo digital para fidelizar desde la razón crítica, sin eslóganes rufianescos ni aplausos unánimes, a lectores educados en la escuela o por su cuenta en la turbadora y a ratos angustiosa lectura real de los medios.

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Jordi Gracia es profesor y ensayista

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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