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318 noches con La M.O.D.A.

Los burgaleses cierran un quinquenio triunfal grabando en directo un disco en la Joy Eslava

La Maravillosa Orquesta del Alcohol ensaya la semana pasada en Madrid.
La Maravillosa Orquesta del Alcohol ensaya la semana pasada en Madrid.ÁLVARO GARCÍA

Allá por 2011 eran siete chavales de barrio, humildes y corajudos. Hoy, cinco años más tarde, siguen siendo barriales, corajudos e humildes, pero sobre sus espaldas han ido cayendo miles de horas en la furgoneta, pernoctas en hoteles recónditos de la geografía peninsular y una avalancha de conciertos como nunca, ni en la más optimista de sus ensoñaciones, pudieron prever.

Aquellos muchachos, algunos de ellos del Gamonal, la barriada más combativa de un Burgos mucho menos complaciente de lo que sugieren los tópicos, siguen ensayando cuatro tardes por semana en El Hangar, a un par de kilómetros de casa, y coleccionan esas camisetas blancas de tirantes que se han convertido en su prenda distintiva cada vez que se aúpan a los escenarios. Pero en estos 60 meses de ajetreo insólito han sumado 315 noches (o madrugadas) frente al público, un trajín superior al de muchos grandes ídolos de masas.

Ellos empiezan a serlo también, de alguna manera. Constituyen el triunfo de un folk-rock proletario, concienciado, luchador. La esperanza blanca (como las camisetas) de quienes, desde el talento, la diversión y la vivacidad, no olvidan ni de dónde provienen ni quiénes son los que las siguen pasando canutas. Se hicieron llamar La Maravillosa Orquesta del Alcohol, aunque el nombre es tan kilométrico que casi todos ya se refieren a ellos en modo de acrónimo: La M.O.D.A. Y desde hace mes y medio no queda una sola entrada para verles en sus actuaciones 316, 317 y 318; entre el jueves y el sábado en la madrileña Joy Eslava.

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Las tres serán inmortalizadas por el ingeniero José María Rosillo para la edición, antes de las navidades, de un flamante elepé. Nada de cámaras ni vídeos. “Será como los discos en directo de toda la vida, en los que lo único importante era la música”, proclaman. Y después, el paréntesis. El descanso. Y hasta la incógnita. “No sabemos si habrá nuevo álbum. Es importante parar, disponer de tiempo para pensar qué coño hemos hecho durante este tiempo. Sentimos los cuerpos reventados y toca bajarse del huracán”, resume David

Ruiz, cantante, compositor e ideólogo principal de todo este tinglado. Que no se asuste nadie: cuesta pensar en términos de despedida. Los chavales oxigenarán las neuronas, pero –al tiempo– regresarán a las andadas. El coruñés Jacobo Naya, teclista y único integrante de ascendencia no burgalesa, confiesa su “necesidad física de tumbarse a la bartola” como principal anhelo para las próximas semanas, pero el propio Ruiz sabe que su cabeza no está concebida para el barbecho. “Quiero tener tiempo para tocar mejor la guitarra y asimilar toda la nueva música que voy descubriendo, desde los irlandeses The Gloaming a los sonidos del desierto de Bombino o Ali Farka Touré. Pero sé que no seré capaz de estarme quietecito”, resume.

Atrás quedarán demasiadas horas al volante (sin aire acondicionado: la voz de David no lo tolera), cabezaditas en rincones insólitos “hasta diez minutos antes de salir a escena” y un principio irrenunciable, el de la música pasional. “Nuestros conciertos son viscerales porque vivimos desde la visceralidad”, proclaman Ruiz y Naya como un ente bicéfalo. “Pero siempre los hemos concebido como una redención, la mejor medicina para combatir esos días en que los demonios o las penas te superan”. Los doctores han recetado esta vez tres noches consecutivas de tratamiento, con Iseo y Quique González como prescriptores añadidos. Y unos maestros de ceremonias a los que algunos, de tan descocados, les encuentran un punto sexi. “La idea era la contraria: prescindir de la estética y que solo se prestara atención al repertorio. ¿Sexi yo, con estos bracitos que se me han quedado?”, se sonríe David Ruiz. Y concluye: “Al final no puedes controlar lo que hay en la cabeza de la gente. Eso es así, no merece la pena rayarse…”.

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