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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Vuelve el hombre

Brío, testosterona, rock-funk y piruetas apoyan la candidatura de Red Hot Chili Peppers al Olimpo de la masculinidad

Red Hot Chili Peppers en el primer concierto del Palau Sant Jordi
Red Hot Chili Peppers en el primer concierto del Palau Sant JordiJoan Sánchez

Dicen que la masculinidad está en crisis, que los hombres ya no saben cuál es su papel, arrinconados por el dinamismo de unas mujeres que ya no solo crían bebés y sirven la cena en casa, solícitas. Desubicado, el hombre ha perdido su propio manual de uso, y sin libro de instrucciones pena atónito. Por supuesto que hay excepciones, y una de ellas pasó en la noche del sábado por el Sant Jordi, atizando a la concurrencia con un concierto fibroso tan sutil como las guindillas. Eran los Red Hot Chili Peppers, nombre de notables evocaciones poéticas, y en hora y media reflotaron el principal argumento que los hombres han exhibido a lo largo de la historia de la humanidad: el músculo.

Que nadie se ofenda, el cerebro masculino también cuenta, de otra manera es difícil comprender la prevalencia de una fórmula musical tan boxística como la del grupo de Los Ángeles, que algo habrá de haber usado la cabeza para mantenerse en la cumbre tanto tiempo. Dicho esto, no es menos cierto que a lo largo de su concierto del sábado, lo único perceptible era un potente y por momentos cazurro sonido de bajo y batería pellizcando con fruición roquera la fibra del funk. Eso y cuatro tipos que parecían afectados por el síndrome de Peter Pan, según bastantes féminas, otra constante de la masculinidad contemporánea. Torsos desnudos y tatuados, pantalones de colorido imposible que parecían un test para daltónicos, gorras de chavalillos y una actitud general que será preocupante si el grupo sigue activo diez años. De momento estos cincuentones hacen gracia.

Con esos mimbres la banda renovó su compromiso roquero con el funk añejo, pero más musculoso que con groove, genuinamente blanco por ello, sin vértigo y sin funcionar por sedimentación, como el negro, que empapa al atrapar en su espiral, no a ladrillazos. Pero lo que no había de hipnosis lo suplía el músculo y la digitación frenética de Flea al bajo, cuya admiración por Jaco Pastorius, su ídolo cabe recordar, le llevó a financiar un documental sobre su figura. Pero Jaco tocaba mientras que Flea hace pirotecnia de primera mientras se mueve como un primate que disfruta con la rama de cuatro cuerdas que ha convertido en su juguete. Uno era elegante, el otro hace animaladas con su instrumento. Pero resultan útiles en el contexto de un concierto que pretende noquear, algo que por otra parte jamás busca el funk, cuya misión es más carnal, despertar la lubricidad.

En aquel mar de sudor, brincos y testosterona de sonido tosco llamó poderosamente la atención el apartado de iluminación, fundamentado en multitud de pequeñas lámparas cilíndricas de altura regulable que sembraron el recinto de color. Ese detalle sutil, puntillismo cromático, remitió al cerebro y a la sensibilidad. Como que en el repertorio las cinco canciones de su nuevo disco interpretadas estuviesen bien separadas entre sí, medida que permitió a la banda mantener razonablemente la tensión de un concierto que apisonó dejando claro que el hombre ha vuelto. El de siempre, el que tiene fuerza y detesta envejecer porque precisamente la edad resta tensión a la fibra muscular.

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