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Veranear es de pobres

Sant Adrià de Besòs, no por cercano deja de ser exótico; en cualquier sitio puedes pasar el verano si llevas un libro

Un tren pasa por el puente que cruza el Besós.
Un tren pasa por el puente que cruza el Besós.JOAN SÁNCHEZ

Veraneo en mis libros. Leo todo el año y, cuando llegan las vacaciones, a veces hago un viaje en plan turista durante el que no puedo leer como quisiera, de modo que la mayoría de las ocasiones me quedo en mi casa. Nunca he tenido un lugar al que ir recurrentemente. No soy de volver a los sitios, me sentiría como el autor de un crimen. Así que escribiré sobre Sant Adrià de Besòs, que no por cercano deja de ser exótico, y sobre todo porque allí me he pasado media vida leyendo, es decir, veraneando.

Los veranos azules de Sant Adrià de Besòs, con su cielo libre alejándose más allá de donde se vislumbra Mongat. Su playa verde y naranja, que toma el nombre apocalíptico y prosoviético de Chernóbil (el léxico como ruina) cuando tropieza con la mole de las tres chimeneas de la vieja Fecsa. Fábrica de luz en el modo en que Goethe era también fábrica de luz. Bajo el fulgor de las chimeneas, las noches de lectura, las ventanas abiertas de los bloques, las persianas subidas para que se vaya el calor, el ruido de los automóviles que circulan por la autopista. Se van los coches a toda pastilla como pasan las frases por el libro. Al cobijo de las tres torres, entre los hierros que ya han arrancado porque las están desmantelando, el cruising de los abuelos y los jóvenes emigrantes. Pero ahora se han trasladado a la frondosidad de los cañaverales que crecen en la desembocadura del Besòs. Y ya en la parte de Badalona, la zona nudista y los pisos que vendieron como de lujo en primera línea de mar, y que nadie compró y ahí siguen vacíos en primera línea de nada, viendo cómo explotan las burbujas de las olas bajo sus balcones, que muestran rótulos de “en venta”.

El césped del parque fluvial, es decir, la hierba del río, es buen sitio para ponerse a leer. A primera hora, antes de que empiece el personal con el running y las bicicletas, está todo muy tranquilo y se ve saltar a los conejos por las matas, las garcetas andan clavando sus patas en el agua y un pentecostés de trinos estalla bajo la lengua de fuego del sol de agosto.

Comer, dormir y ver

UN SITIO PARA COMER

El bar del Ateneo, un local centenario, con mesas de mármol, piano en la pared y fotos del Sant Adrià del año en que nevó.

UN SITIO PARA DORMIR

Sólo hay un hotel, así que no es difícil dar con él. Los indigentes, por su parte, duermen junto a los muros del Alcampo y, cuando llueve, en unos altillos de cemento que hay bajo el puente de la vieja N-II.

UN SITIO PARA VISITAR

El puente de hierro sobre el río por donde pasa el tren. Ponerse debajo y oírle temblar a su paso. Se llega dejando atrás el parque fluvial. En este lugar estuvo el primer puente de ferrocarril de España, el de la línea Mataró-Barcelona.

También se puede leer en la parte de arriba, sentado en el poyato de los muros de contención del río. La espalda apoyada contra la barandilla. Sintiendo cómo el hierro nos echa en el cogote su resuello oxidado. Ahí mola llevarse un Richard Price, una novela negra moderna, las líneas de los diálogos como barras de la interminable barandilla, fría, dura pero que da seguridad. La gente que pasa por aquí no es la misma que la que va por abajo, en las pistas del parque fluvial. Aquí van vestidos normales, no representan nada. Van a lo suyo. Los paquis y los indios con esos pantalones tan frescos y esas americanas tan tiesas. Los subsaharianos, que miran siempre a lo lejos, gente de horizonte. Antiguamente se veía pasar todos los días por este sitio a una pareja que llamábamos la madre y el hijo, pero es que eran precisamente eso. La madre era muy vieja, siempre había sido así de vieja. Muy pequeña, frágil, pelo blanco revuelto, la espalda doblada, con vestidos de una pieza un poco sacos. Y el hijo era alto y moreno. Ancho de hombros, ojos oscuros, bigote de galán y llevaba una chaqueta que le venía corta de mangas en el modo en que le venía corta al Frankenstein que hacía Boris Karloff. Pero esto no era nada monstruoso en ninguno de los dos casos, al contrario, era humanizante. El hijo le llevaba siempre a su madre el bolso de la compra, pero pocas veces parecían tener alguna compra dentro. Andaban despacio, unos días iban juntos, uno al lado de la otra, siempre callados, pero conforme pasaban los años él marchaba más adelante, como si la madre ya no quisiera alcanzarle. Una vez me explicaron que eran de La Catalana, que hacía tiempo que no tenían casa, que vivían en algo parecido a una cueva, y que el hijo, ahí donde lo veíamos, era un hombre instruido que leía y escribía con soltura y sabía de cuentas.

Ahora la gente se lo pasa bomba en este mismo sitio donde me he sentado a leer y a ver si volvían a pasar la madre y el hijo. Es el muro del río a la altura de la piscina descubierta, y en el recinto de la piscina, pero separado del agua por una valla de arbustos, han abierto un bar que se llama Egalité y que sirve menús y también pone tapas. Y todos los miércoles actúan monologuistas. Durante el día, la gente se relaja aquí oyendo el chapoteo y los culazos que se dan los niños en la piscina, y por la noche se quedan tomando copas al aire libre hasta que prácticamente sale el sol, si es que alguna vez ha sido práctico que el sol salga. Como en una película de Cuerda, desde este punto geográfico al sol se le ve salir por detrás de los bloques de la Guardia Civil. Hace mucho tiempo que la Guardia Civil se fue de ellos, y en Sant Adrià ha seguido amaneciendo, que no es poco. Sant Adrià es un lugar formidable, pero no hay que ponerse presuntuoso. En cualquier sitio se puede veranear si se lleva un buen libro.

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