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MÚSICA

Universo Rhodes

El músico británico, que toca mañana en la Fundación Francisco Giner de los Ríos, cuenta cómo el piano le salvó la vida

El pianista británico James Rhodes.Vídeo: Richard Ansett

Quien haya tenido la fortuna de conseguir una de las entradas para el concierto de James Rhodes —que se celebra mañana, dentro de la programación de Veranos de la Villa y que ha agotado entradas— solo tiene que hacer una cosa: cerrar los ojos. Es la petición de James Rhodes (Londres, 1975), que viste con su indumentaria habitual: desgreñado, con gafas de pasta y en vaqueros. Más o menos como aparece en muchos de sus recitales, alejado de la ortodoxia de un pianista clásico.

“Menos mal que no tengo el aspecto del típico concertista”, se felicita, y le arrea sin tapujos al mundo de la música clásica, como suele hacer en sus artículos para The Guardian. “Es un entorno elitista. Y no hablo de la música, que requiere perfeccionismo, sino de lo que la rodea. Solo puedes tocarla en el sitio adecuado y con la solemnidad adecuada. Como si únicamente tuvieran derecho a entenderla y disfrutara un determinado tipo de personas: las más inteligentes y sofisticadas. Eso no va conmigo. Quiero que la música clásica sea algo excepcional para todos, fácil de digerir. Por eso hablo con la audiencia en mis conciertos, les explico lo que voy a tocar antes de cada pieza, les pongo en contexto”. Para Rhodes, que cede la recaudación de las entradas para la Fundación Francisco Giner de los Ríos, institución de libre enseñanza, el diálogo con el público es fundamental: “Hay que eliminar esa barrera absurda que no existe en otros géneros musicales”.

Pero volvamos a su petición de cerrar los ojos: “Que en hora y cuarto se dejen capturar por la música y lo que cuento sobre ella. Y que se olviden de los móviles, de Facebook y Twitter. Es algo absolutamente necesario hoy en día”, dice sobre el concierto que da este sábado en Madrid, del que adelanta que interpretará, entre otras, piezas de Chopin y Bach. Y entre risas da un aviso para navegantes: “Espero poder tomarme después una cerveza y alguna tapa con gente de la audiencia. Quiero que sea una noche divertida”. Lo dice un tipo que presenta sus piezas con diálogos improvisados, muchas veces cargados de humor.

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La afabilidad de James Rhodes parece disonante con su pasado traumático: su profesor de educación física le violó cuando tenía cinco años. A los siete, encontró un casete con grabaciones de Bach por casa y ahí empezó su particular catarsis —“aún hoy incompleta”, como siempre repite— para superar algo insuperable. “Cuando lo puse en la cadena del salón me cambió la vida. Es raro que un niño sea capaz de disfrutar así de la música clásica, yo no soy especial, pero aquella escucha marcó para mí un antes y un después”, cuenta sobre el germen que lo ha convertido en el virtuoso concertista que es actualmente; el primero en firmar por seis discos con una multinacional del tamaño de Warner.

“El piano se convirtió en mi mejor amigo. Me sumergió en ese mundo raro y fantástico que es la música. Fue mi gran evasión”, dice. Aparte de dominar con maestría un instrumento tan complejo —Rhodes es en gran parte autodidacta—, su otra gran victoria fue publicar, el año pasado, su autobiografía Instrumental: A Memoir of Madness, Medication and Music (Blackie Books), en la que describe con pelos y señales aquel terrible episodio de su infancia, “no como liberación personal, sino para contar al mundo, a las claras, que hay cosas inaceptables”. Casi no se publica debido a la oposición de su exmujer, que pensaba que lo que ahí se destapaba podía dañar al hijo de ambos, provocó un abrupto proceso que elevó la disputa al Tribunal Supremo.

Rhodes durante un concierto en el Sónar.
Rhodes durante un concierto en el Sónar.Massimiliano Minocri
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Hoy es complicado saber si su enorme popularidad tiene más que ver con su excelencia al piano o con la estratosférica repercusión de su libro, pero lo que está claro es que por ninguna de las dos vías ha logrado soterrar un recuerdo demasiado lacerante, por mucho que aparentemente lleve una vida normal, o todo lo normal que puede ser la vida de un músico de éxito: “Estoy enfocado en tocar, en dar conciertos, en escribir, y en mis hijos, claro. Hay veces que me siento más relajado y optimista, pero son solo eso: ratos”. “La vida es muy pesada para mí por todo lo que me pasó. Tengo una buena vida, no me puedo quejar porque soy muy afortunado, pero sigo aferrándome al piano, a estudiar y a evolucionar como músico. Son los pocos momentos en los que logro dejar atrás todo aquello”, reconoce.

La conversación vuelve a Madrid. “Me encantan su comida y su gente, tan amigable. Soy de Londres, ya sabes a qué me refiero”, se autocritica veladamente, e inevitablemente sale a relucir el Brexit: “Es un jodido desastre, y me avergüenzo como inglés. Nos hemos puesto a la altura de Donald Trump. Me planteo mudarme a España. Me encanta San Sebastián, pero llueve mucho. Madrid no sería mala opción”. No lo dice por decir: “Creo que estábamos en el barrio de Las Letras. Acababa de cenar con unos amigos y salimos a la calle, hacía una noche cálida y fue increíble la sensación de paz y belleza que me inundó. Aunque haya pasado tiempo, es un recuerdo que tengo muy presente”.

Bach como estrella del rock

"Improviso cuando hablo sobre música. Jamás cuando la interpreto". Una frase de Rhodes que le define como rara avis dentro de los pianista clásico. Suele vestir camisetas negras con los nombre impresos de Chopin o Bach (como si fueran ídolos del rock) y se tatuó Sergei Rachmaninov, en cirílico en un antebrazo, en honor al compositor ruso. No se corta en decir que viene de una familia pudiente y nunca tuvo problemas de dinero, o que abandonó el piano a los 18 para probar suerte como hombre de negocios y no lo retomó hasta una década después. Se ha definido muchas veces como divulgador, y el prestigio o el legado no le interesan demasiado: "¨Lo que quiero es dejar suficiente dinero a mis hijos para que no tengan que condenarse a un trabajo que aborrezcan".

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