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De la infancia a la mesa

Castellcir, un pequeño pueblo del Moianès, ha sabido crecer y reinventarse sin perder su esencia

Oriol Güell
Dos niños corren ante la Masia La Roca.
Dos niños corren ante la Masia La Roca.M.MINOCRI

“Todos tenemos un recuerdo que idealiza nuestra infancia. Un instante feliz que siempre nos acompaña. La vida, en el fondo, es solo lo que viene después”. El comentario es de un profesional de remover sentimientos para vender productos. Un publicista. Me lo dijo hace ya años y aunque entonces estábamos muy lejos, mi mente viajó de inmediato a La Roca. Se lo expliqué y contestó: “¿Lo ves? Ahí te coloco un coche y lo compras”.

La Roca es una masía aislada en un pequeño pueblo de final de carretera llamado Castellcir. Tiene una fuente, hoy sin agua, a la que de pequeño íbamos a merendar. Jugábamos a escondernos entre unas matas de boj que aún viven. Charlábamos con Maria y Lluís, sus habitantes, que nos surtían de huevos. Antes de volver a casa, llenábamos un botijo de cerámica gris que luego pesaba una tonelada y que mi madre colocaba en la cocina. Por si tenía razón, a mi amigo publicista nunca le dije dónde está La Roca.

Comer, dormir y ver

DÓNDE COMER

Il Maestro. Restaurante napolitano con influencias locales, una gran materia prima y filosofía slow food. Ocupa la vieja casa que un día acogió la fonda Can Cinto, donde Rosa reinaba en los fogones y Dolors en la sala. Horno de leña para las pizzas.

DÓNDE DORMIR

Mas La Roca. Preciosa casa de turismo rural situada en una masía milenaria completamente reformada.

Bungalows El Solei. Acogedoras cabañas de madera situadas a la entrada del pueblo.

PARA VISITAR

Las tres antiguas parroquias de Sant Andreu, Marfà y Santa Coloma, este último con un imponente roble varias veces centenario. El castillo de La Popa y el hayedo de la Sauva Negra.

Aquí, en la comarca del Moianès, en invierno hace un frío que pela y en verano, al atardecer, una fresca que adoras cuando llegas del bochorno de Barcelona. El pueblo ha crecido mucho desde mi infancia, allá a finales de los años setenta. Entonces tenía 200 habitantes y una sola calle asfaltada. Hoy supera los 700, tiene farmacia e Internet lo ha convertido en un pequeño pero apreciado destino turístico. No tomé plena conciencia de ello hasta hace poco, cuando me topé en una web de viajes con los encendidos elogios de un inglés que había pasado unos días en La Roca, hoy una cuidada casa de turismo rural. El hallazgo me dejó algo desconcertado, a medio camino entre el orgullo local y el enfado por sentir asaltado un refugio para mi casi secreto. Tras salvar La Roca de mi amigo publicista, no esperaba ese golpe.

Porque, y ahora voy a presumir, mi pueblo tiene rincones maravillosos. Es la esencia de la media montaña, cubierta de robles, encinas y pinos, y salpicada de campos y masías con siglos de historia. Castellcir tiene más de medio centenar de ellas,herencia de un municipio disperso que no juntó su primera calle hasta principios del siglo XX. Hasta entonces, lo más parecido a un núcleo que tenía eran las tres antiguas parroquias de Sant Andreu, Santa Coloma Sasserra y Marfà, todas con su pequeño cementerio. La visita a cada una de ellas es una hermosa excursión a la que dedicar el día, igual que ir al castillo medieval de La Popa y a la Sauva Negra, un pequeño y remoto hayedo.

Castellcir ha crecido, pero lo ha hecho de forma pausada. Muchos de quienes empezaron a veranear hace tres o cuatro décadas han acabado por establecerse y en este punto es de justicia reconocer que en mi familia fuimos unos fugaces pioneros. En 1978, recién construida la casa —los primeros años íbamos de alquiler—, mis padres decidieron quedarse a vivir. Yo tenía seis años y me encantó la idea.

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La cosa duró tres cursos escolares hasta que, por motivos laborales, regresamos a Barcelona. Pero de alguna forma nunca me fui. Subíamos todos los fines de semana y veranos, esos larguísimos veraneos que duraban de Sant Joan a la Diada. Fue luego la universidad, el trabajo y, sobre todo, el vivir una década en Madrid, lo que me acabó alejando del pueblo. Aunque ahora, con la paternidad recién estrenada, creo que pasaré más tiempo allí. Siempre volvemos a los sitios en los que crecimos, como diría el publicista.

Un hecho admirable de Castellcir es su vibrante capacidad para reinventarse y engendrar proyectos, casi siempre vinculados al sector agroalimentario. Muchos de ellos, además, esconden historias notables, como la que llevó a Salvador Sala a fundar Vegetalia, una de las primeras empresas de comida vegetariana de España, en una tierra donde mandan los embutidos. “Todo empezó en un retiro que hice en el Montseny con Lluís Maria Xirinacs”, explica Sala en una mesa frente a Mas Montserrat, sede de la compañía. “Era 1979 y entonces yo tenía bingos. Él me dijo: ‘Si quieres sentirte bien, abandona esos negocios. Y deja de comer carne’. Fue el principio de un largo viaje, también interior, que me llevó por todo el mundo y a abrir la empresa en 1986”, prosigue. Vegetalia es hoy , de largo, la mayor empresa de Castellcir, con 90 empleados, ventas en una decena de países y una pequeña cadena de restaurantes en Barcelona. “Alimentamos a quienes quieren vivir en armonía”, resume Sala.

‘Vida de pagès’

Frente al tamaño de Vegetalia, La Taiadella es el amor por la vida de pagès. A esta masia —a cuya ermita los ladrones han robado la campana— llegaron con sus dos hijas Dolors y Enric hace cinco años con el reto de sacar adelante una “huerta ecológica que recupere variedades locales”. La tierra aquí, en contra de lo que se dice, “no es mala”, explican. “Es verdad que el clima acorta la campaña, pero el frío también frena las plagas y mejora el sabor de la verdura”. Poco a poco, La Taiadella ha logrado fidelizar a su clientela en la comarca y sus productos llegan hasta Barcelona gracias a una cooperativa de consumo del barrio del Born.

Il Maestro, el único restaurante de Castellcir, es otra asombrosa y deliciosa sorpresa. Ocupa el lugar de la antigua fonda Can Cinto, pero hoy es un pedazo de la cocina de Campania en la Cataluña interior. “Ofrecemos un sabor napolitano, pero muy vinculado al producto local de calidad y a la filosofía slow food. La comida, la buena comida, tiene que hacer chup-chup, como hacían nuestras abuelas”, explica Roberto, que junto a su pareja, Nunzia, ha decidido echar raíces aquí.

Como ven, en Castellcir tenemos casi de todo. Lo que no hay, les aviso, son rovellons, llanegues ni ous de reig. Así que no insistan en llenar los bosques este otoño. No van a encontrar nada. Mejor pasen de largo y vayan a Berga. ;)

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Sobre la firma

Oriol Güell
Redactor de temas sanitarios, área a la que ha dedicado la mitad de los más de 20 años que lleva en EL PAÍS. También ha formado parte del equipo de investigación del diario y escribió con Luís Montes el libro ‘El caso Leganés’. Es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Autónoma de Barcelona y Máster de Periodismo de EL PAÍS.

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